javiercorreacorrea

Escritor, ensayista, comunicador social – periodista, docente universitario, nacido en Barranquilla (Colombia) en 1959. Primer finalista en el Concurso Nacional de Novela del Instituto Distrital de Cultura de Bogotá, con La mujer de los condenados (2001). Ganador del Concurso de Novela Corta del Taller de Escritores de la Universidad Central, con Si las paredes hablaran (2006). Autor de más de 50 cuentos cortos, algunos ganadores de premios nacionales.

17 septiembre 2018

Los espíritus están ofendidos

Paisajes exuberantes, frases contundentes, diálogos precisos, una edición que conduce en el ritmo preciso, actores convincentes, una historia sólida, una dirección a cuatro manos -como en los clásicos-, un lenguaje polifónico, un final que ya conocíamos por experiencia propia pero que no deja de sorprendernos. Todo eso es Pájaros de verano, la película colombiana que lleva varias semanas en cartelera -y eso también es como raro en este país-, no solamente por su calidad cinematográfica sino porque está nominada a los Premios Oscar y ese es un atractivo para los teatros que siguen viendo sus butacas con buena cantidad de público.
Pero es mejor en orden: dos horas y cinco minutos, sin truculencias ni efectos especiales, son suficientes para contar la historia de una familia wayúu que es permeada por la bonanza marimbera de los años sesenta y setenta, lo que agrede y rompe no solo los valores culturales de ese pueblo guajiro, sino de toda una sociedad que se hace la de las gafas para ignorar los efectos de los negocios ilícitos. Para ignorar, supuestamente, pues para disfrutar sí es posible quitarse las gafas. Y no hablo únicamente de la península del norte, sino de todo el país e, incluso, del mundo entero. "La marihuana es la felicidad del mundo", dice uno de los personajes, cuando el problema todavía no era problema.
No faltarán los que se rasguen las vestiduras para decir que Cristina Gallego y Ciro Guerra "están haciendo quedar mal", "proyectando una imagen exagerada" de esta Colombia inmortal. Pero la realidad es así. Aunque se supone que Pájaros de verano es ficción, no lo es.
Productores de Colombia, México, Francia y Dinamarca se sumaron para esta película, lo cual, desde antes de empezar a rodar, implicó que las fronteras dejaran de existir. Y para que las lenguas se fundieran, pues el español y el wayúunaiki se suman para darles continuidad a los hechos, a los que se agrega el lenguaje de las balas, que acalla las voces, las conciencias, las vidas. A eso nos hemos acostumbrado. Y Pájaros de verano quiere despertarnos, así una joven mujer diga, desde lo más recóndito del alma, "no quiero volver a soñar". 
Carmina Martínez, José Acosta, Jhon Narváez, Natalia Reyes, José Vicente Cote, Juan Martínez y Greider Meza son algunos de los actores de la película que es promocionada como "espiritual, gánster", no sé quién fue el publicista que se inventó esa vaina, pero creo que es un desacierto. Así haya gánsters.
Porque, y es una de las virtudes del film, se respeta profundamente la cultura, la espiritualidad del Pueblo Wayúu, que se expresa con símbolos permanentes, como los pájaros que caminan y vuelan y se posan en ramas de arbustos, para actuar -también- como hilos narrativos.
La verdad es que me importa un bledo si la película logra algún Premio Oscar. Lo que de verdad me interesa es que es bien lograda, bien narrada, con lógica, con magia, con fuerza. Como debe ser.

Corto de Pájaros de verano




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11 septiembre 2018

Una alameda en Santiago


Fue la que podría llamarse mi primera rabia política, que me marcó el resto de la vida. Recuerdo el día: martes 11 de septiembre de 1973, aunque no sé la hora. Tengo la certeza de que era el primer experimento de hacer la revolución a las buenas, sin balas, como se dice que son las democracias. O la democracia, vaya uno a saber si es una sola, como me dijeron después en el colegio y la universidad. Aunque esa supuesta democracia fue fruto, precisamente, de un alzamiento armado al frente de la cárcel de la Bastilla. Pero eso es historia más remota y su final no se puede decir que haya sido muy positivo, si piensa uno en ese espantoso aparato de la muerte llamado guillotina o en la autoproclamación como emperador por parte de un tipejo que escondía su mano en la casaca.
Mi padre había vivido en Santiago de Chile y siempre hablaba de la belleza de ese país, de los Andes, de la facultad de Medicina que abandonó para regresar a Colombia y casarse con mi mamá. Así que sus anécdotas, contadas con alegría y un brillo especial en los ojos, me habían convertido, de alguna manera, en chileno.
A mis catorce años, poco había yo escuchado del presidente Salvador Allende y de su compromiso con la revolución. Vine a saber después, cuando los traidores bombardearon el Palacio de la Moneda y lo mataron. Así él haya disparado la bala postrera, lo mataron. Yo llegué del colegio a la casa y encontré a mi hermano Fernando, Menandus, llorando frente a la radiola, un hermoso mueble del que salían terribles noticias.
–Están bombardeando –decía, y tuve que preguntar qué.
–El palacio presidencial en Chile. ¡Oigan!
La transmisión radial era, sin duda alguna, terrible. Los aviones de guerra dejaban una estela de sonidos aterradores, tanto en el aire como en la tierra, donde caían las bombas destinadas a matar chilenos. Los pilotos eran chilenos, también.
Se oía como en las películas en las que los gringos eran los buenos, aunque ahora habían elegido títeres para disparar ráfagas de mortíferos proyectiles de verdad. Y no se trataba de una película, aunque sí era de terror.
Menandus seguía angustiado y su angustia crecía cada vez que una bomba explotaba en los parlantes de la radiola. Él se levantaba, caminaba, manoteaba y le narraba a mi mamá lo que sucedía en la cercana Santiago de Chile.
La voz ahogada de un hombre hablaba de una alameda, poco antes de morir. Poco antes de morir él y de morir las alamedas en Santiago. El experimento de la revolución pacífica había muerto, el martes 11 de septiembre de 1973. Murió también Víctor Jara. Y murieron miles y miles de personas que creían que sí era posible un mundo mejor. Un mundo en paz. Un mundo sin hambre. Un mundo como el que merecemos.
No sé qué dijo mi padre cuando llegó a casa. Sé que mi hermano mayor, Menandus, había llorado. Tal vez fue ese día cuando decidí que un mundo mejor, en paz, sin hambre, como el que merecemos, había que conquistarlo. 

(Del libro Anecdotario de mis guerras, en proceso de edición)

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