javiercorreacorrea

Escritor, ensayista, comunicador social – periodista, docente universitario, nacido en Barranquilla (Colombia) en 1959. Primer finalista en el Concurso Nacional de Novela del Instituto Distrital de Cultura de Bogotá, con La mujer de los condenados (2001). Ganador del Concurso de Novela Corta del Taller de Escritores de la Universidad Central, con Si las paredes hablaran (2006). Autor de más de 50 cuentos cortos, algunos ganadores de premios nacionales.

29 marzo 2018

Cuello de jirafa

La única historia que María del Rosario Laverde no ha contado bien es una en la que estoy involucrado. Alguien diría que no quiere recordar, pero siempre me lo echa en cara. Resulta que estábamos en el Taller de Escritores de la Universidad Central, con Isaías Peña Gutiérrez, quien sugirió un ejercicio y ella, antes de leerlo en voz alta, me pidió que lo revisara. No alcancé a comentarle que tenía varios errores de puntuación y tal vez uno o dos de tildes, cuando Isaías la señaló para que ella encabezara el grupo de lectores. A todos les gustó. Nos gustó. Pero, al oído, le dije, contundente: "está muy bien leído, pero mal escrito".
Todavía me pregunto cómo aceptó ser mi amiga, y doy fe de que sigue siéndolo. Con un afecto inmenso, con el respeto de quienes hemos compartido secretos y complicidades. Y amistades. Y las letras, pues ella es una maravillosa poeta, que vive y sueña y piensa y transpira poesía. Ahora le dio por escribir en prosa, pero eso no significa que haya dejado de ser poeta.
Prueba de ello son sus dos libros Memoria de jirafa y Cuello de jirafa, el último de los cuales presentó recientemente en Bogotá. El primero ha caminado desde el Park Way capitalino hasta México y regresó victorioso. Ahí sigue, con tres ediciones. El segundo, Cuello de jirafa, retoma eso que ahora llaman post y no son otra vaina que escritos breves publicados en redes sociales, específicamente en Facebook.
Me importan un carajo los derechos de autor de la primera edición de Cuello de jirafa, que ella acaba de publicar solita. Voy a transcribir dos:
"Hubo alguien que me escribía 'mi amor' en montones de papeles y los dejaba bajo la almohada, entre el closet, en la puerta, dentro del horno. Ahora solo el señor que vende los aguacates en el Park Way me llama mi amor. Cada vez que lo hace llevo dos por cinco mil".
"Un paisa divertidísimo, que no se calló ni un segundo, manejaba el taxi al que me subí hoy. Ambos teníamos en común unas madres con un extenso vocabulario de groserías, así que nos reímos recordándolas. A punto de llegar a mi destino, vimos que de alguno de los carros vecinos volaron unos papeles y él se detuvo a recogerlos: eran billetes. El dueño se perdió en el tráfico, y el conductor, entre risas, me anunció que me saldría gratis el viaje".
Historias sencillas, cotidianas, como deben ser. Llenas de alegría, de evocaciones.
Estuve hace unos pocos días en el Gimnasio Moderno, donde Federico Díaz-Granados hizo la presentación del libro. Algunos periodistas conocidos, poetas, excompañeras de colegio de María del Rosario, la mayoría gente que yo nunca había visto, nos dimos cita para verla y escucharla. Estaba nerviosa, María del Rosario. Leyó como si fuera su primera vez. Y leyó no tan bien, por los nervios, porque la seguí en las páginas del libro recién comprado. Los textos están limpios, muy bien escritos.
El caso es que la publicación será presentada de nuevo en la Feria del Libro de Bogotá, y muy seguramente volveré a acompañarla, para presenciar cuando entregue, dichosa, las 57 páginas de historias empastadas bajo el título de Cuello de jirafa.
Ah, es pertinente mencionar que ella ahora trabaja como correctora de estilo en una revista, y ha pulido sus propios textos. Hasta anunció una novela, cuyos personajes transitarán por el conjunto Colseguros, donde ella vivió su infancia y escribió sus primeros textos, contados al oído a su padre, Hugo Laverde Toro, quien, seguramente, le dijo que estaban bien.
Ahí empezó su historia como escritora. Primero como niña, y ha seguido creciendo, no se sabe cuánto, pero por eso se ganó el nombre de Jirafa. Y van ya dos libros.


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05 marzo 2018

El guerrillero más feliz del mundo ha muerto

Por Javier Correa Correa 

Se necesitaron treinta y tres años para que el guerrillero más feliz del mundo muriera. Para que un científico con el cerebro compartimentado develara el secreto mejor guardado e identificara ese montón de huesos como los que alguna vez soportaron con alegría el cuerpo de Alfonso Jacquin, Aldo
Hoy, tal vez, sus hermanas puedan dormir en paz, la paz que para este país no encontró él. La paz que fue traicionada y que lo impulsó a juzgar al gobierno y a los militares y a la justicia y a los indolentes colombianos.
Alfonso Jacquin, quien creyó que iba a sobrevivir a la guerra y que iba a ser un gobernante ético y osado, el mismo que se reía a carcajadas y con su acento caribe estaba seguro de que sería capaz de convencer al mundo de la justeza de su causa, ha muerto.
Entró y salió vivo del Palacio de Justicia, en noviembre de 1985, y desde entonces nadie volvió a escuchar su voz ni a ver sus ojos pícaros ni a admirar su sonrisa perfecta. Sus amantes -todas- lo han extrañado tanto tiempo; temieron que todavía estuviera cautivo en una mazmorra, desnudo y tiritando de frío y de rabia; pensaron que era mejor saberlo muerto que derrotado, humillado. Por eso, hoy, Alfonso Jacquin ha muerto. No les dio a sus asesinos la efímera y vulgar alegría de sentirse victoriosos o de poder humillarlo.
Lo vi tantas veces en Cali, en medio de la clandestinidad y los sueños, compartiendo la alegría de un disco que giraba a 33 revoluciones por minuto y despedía notas que desde Cuba hablaban de un unicornio azul. Lo sufrimos cuando creímos que había caído en la toma de Yumbo, lo abrazamos con euforia cuando apareció una semana después a explicar que se había perdido de la columna guerrillera, lo saludé seis meses más tarde en una montaña caucana, cuando él portaba un fusil G3 y un morral cargado de sueños y usaba unas botas de caucho para caminar más fácil por la trochas de lodo de esta Colombia que prefiero no adjetivar.
La última vez que lo vi vivo fue en octubre de 1985, en la carrera séptima de Bogotá, unas pocas cuadras al norte de la Plaza de Bolívar. El abrazo fraterno fue igual que siempre. Más por chicanería que por complicidad, me contó que el Eme preparaba una acción que haría ver como algo pequeño la toma de la embajada de la República Dominicana, en 1980, que él tenía una caja llena de documentos para demostrar que el gobierno y los enemigos no tan agazapados de la paz habían violado los pactos suscritos en 1984 con el M-19, que como abogado él iba a presentar y sustentar la demanda. Creo que mis ojos evidenciaron la curiosidad, pero ambos sabíamos que mientras menos se sepa es mejor. Nos despedimos con otro abrazo y cuando unos días después se escucharon los primeros disparos en el Palacio de Justicia, supe que Alfonso Jacquin, Aldo, estaba dentro.
Corroncho, hablamierda, amigo íntegro, ético, irresponsable, mujeriego, soñador, era de esos hombres que creen que nunca morirán.
De él, queda un montón de huesos que de seguro serán llevados al Caribe donde había nacido treinta y un años antes. El compañero Alfonso Jacquin, el comandante Aldo, está, por fin, muerto.
A nosotros nos queda recordarlo. Y la gratitud por el ejemplo, con la certeza de que hoy, con él, este país sería mejor.

Imagen: Josefina Jacquin

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