javiercorreacorrea

Escritor, ensayista, comunicador social – periodista, docente universitario, nacido en Barranquilla (Colombia) en 1959. Primer finalista en el Concurso Nacional de Novela del Instituto Distrital de Cultura de Bogotá, con La mujer de los condenados (2001). Ganador del Concurso de Novela Corta del Taller de Escritores de la Universidad Central, con Si las paredes hablaran (2006). Autor de más de 50 cuentos cortos, algunos ganadores de premios nacionales.

30 septiembre 2017

De Las Mil y una noches

Un pequeño homenaje a la librería Lerner, donde lancé mi primera novela, La mujer de los condenados.
La fachada de la nueva sede de la librería reproduce este texto de Las mil y una noches:
"El libro es el mejor compañero en los ratos de soledad
y el mejor de los amigos cuando en tierra extraña somos peregrinos.
(...) Y el mejor de los visitantes
y el que más nos entretiene
y distrae
y más instrucción y deleite nos ofrece".

26 septiembre 2017

Memoria de jirafa

Por Javier Correa Correa

Conocí a María del Rosario Laverde hace más de veinte años en el Taller de Escritores de la Universidad Central que, bajo la dirección de Isaías Peña Gutiérrez, se realizaba cada semana. Los aprendices de escritores llevábamos nuestros textos, con el temor de someterlos al juicio público, pero al mismo tiempo con la osadía de hacerlo. Se escribe para uno mismo pero también para un etéreo grupo de eventuales lectores.
Por su notoria altura y en un juego con su nombre, otro compañero, quien había también estudiado literatura con ella en la Universidad Nacional, la bautizó como “Camándula”. Así se quedó para mí y para mis hijos, aunque María José, mi hija mayor, en medio de su despiste la renombró como “Caléndula”. María del Rosario todavía suelta una de sus sonoras carcajadas cuando la llamamos con uno u otro nombre. Casi nunca con el que le pusieron en la pila bautismal. Su propio hijo en una ocasión pretendió insultarla y le gritó en medio de una furia infantil: “¡Parabólica!”.
Desde chiquita –creo que nunca fue chiquita– se destacó por ser una excelente lectora y por ensayar trazos con la palabra, que la fueron convirtiendo en la poeta que es. Con reconocimientos en varias partes del continente, en especial en México, también en Colombia ocupa un destacado lugar dentro de las poetisas o poetas, o hacedoras de versos, como quiera que se diga. Ella sabrá, porque sobrevive como correctora de estilo en la revista Semana. Cuando lea estas mis líneas soltará otra carcajada y querrá corregirme, pero será tarde porque ya habré publicado la columna de opinión sobre su nuevo libro, pues además de otro de ella, poemas suyos han sido incluidos en cinco antologías.
El año pasado salió en México y este año
fue reeditado en Colombia Memoria de jirafa, el breve y hermoso libro de María del Rosario, publicado en Cuernavaca, México, por una sugestiva editorial, Aquelarre Editoras, que advierte que “creer es crear. Eso es la magia”. Ilustrada por Flor GuGa, cada una de las narraciones cortas tiene un dibujo tan evocador como la historia misma.
Se trata de una compilación de anécdotas de la infancia de María del Rosario, desde cuando tuvo eso que llaman uso de razón. Le dedica, como es apenas obvio, varios espacios a su padre, Hugo Laverde Toro, un profesor de la Universidad Nacional quien se hizo famoso por ganarse un carro y divertir a los colombianos todos con su enciclopedismo en el programa Cabeza y Cola, que por televisión era transmitido todas las semanas. Tal vez paralizaba más al país que lo que lo paraliza hoy un partido de la selección. Pero bueno. No digamos que eran otras épocas, porque María del Rosario y yo seríamos señalados de estar viejos y ella apenas pasa de los cuarenta.
Con nostalgia viva habla de su padre, de la última vez que lo vio antes de que él emprendiera un viaje a las selvas del Vichada para realizar una investigación. Las aguas de un río inundaron sus pulmones y él se convirtió en un símbolo de la sencilla sabiduría. Y se convirtió en un edificio en el barrio Alcázares, levantado como homenaje por la Universidad Nacional de Colombia. Hay otros edificios con nombres de destacados profesores, como Gerardo Molina, en el que vive María del Rosario. Pero esa es otra historia.
La de la infancia de María del Rosario la escribió en microcuentos que fue publicando cada vez que se le antojaba en su página de Facebook. Una compilación similar presentó en la Feria del Libro de Tijuana, en 2015, el mexicano Benito Taibo, con el título de Desde mi muro. La bogotana asegura que “esa idea ya se me había ocurrido a mí, así que no dudé en reclamarle que se me había adelantado, él se rio y no le prestó mucha atención a mi queja”.
Por eso, regresó de su octavo viaje a México “deseosa de llevar a cabo mi propia versión”, con cuarenta “retazos de recuerdos que en mucho sentido me hicieron ser quien soy hoy”.
Aclara la poeta, metida a prosista, que “las jirafas, a diferencia de otros animales, tenemos memoria selectiva y fragmentada”. No sé si es una figura literaria o fruto de una no muy minuciosa “investigación” en google. No importa. El libro es una delicia.
“Todas las familias tristes se parecen” e “Infancia con lupa” son las dos secciones en las que se divide el libro de unas cápsulas de memoria, algunas de las cuales enternecen al punto de humedecer los ojos –soy un llorón, sí– y otras, arrancan carcajadas como las de la autora, quien se consolida con un lenguaje y un tono que hablan de que es una grande escritora. O una escritora grande.
En uno de los textos, que transcribo sin pedirle permiso por usar los derechos de autor, dice que “Había una anciana en el edificio de al lado, se llamaba Carmencita. No tengo la menor idea cómo nos hicimos amigas pero me encantaba ir a visitarla porque siempre tenía dulces y sobre todo porque tenía una vitrina con adornos entre los que había una matrushka. Aunque no siempre me dejaba agarrarla, cuando lo hacía, la desarmaba y la armaba con fascinación absoluta, después de devolverla, me iba a mi casa a soñar con ser grande para poder tener una de esas y no dejar que nadie la tocara”.

Se fregó María del Rosario Laverde, pues permite que todos los lectores juguemos con esa matrushka que es Memoria de jirafa y que esculquemos en sus más recónditos recuerdos. Como Carmencita, nos presta el libro, con la condición de que volvamos a depositarlo en la vitrina de la biblioteca. Pero después de prestárselo a otros lectores.

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22 septiembre 2017

Chernóbil, tres décadas o mil años después…

Por Javier Correa Correa

“El 26 de abril de 1986, a la 1 h 23’ 58”, una serie de explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica (CEA) de Chernóbil, situada cerca de la frontera bielorrusa. La catástrofe de Chernóbil se convirtió en el desastre tecnológico más grave del siglo XX”. Así empieza Svetlana Alexiévich, la periodista ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2015, su dolorosa crónica sobre la tragedia que les costó la vida a más de 200 mil personas en las zonas aledañas y a otras 200 mil en el resto del mundo.
Es el balance en 30 años, lapso transcurrido desde ese terrorífico momento, aunque las consecuencias se sentirán durante siglos y tal vez miles de años, debido a la concentración de radioactividad que se desplazó por Asia, África y Europa.
Algo así como la explosión, el 11 de marzo de 2011, de otro reactor en Fukushima, Japón, comparado por su magnitud al de Chernóbil, aunque el número de víctimas directas es insignificante, según los defensores de esta forma de producir energía. Esta segunda vez, la nube radiactiva llegó hasta América y Asia.
Un soldado que envió el gobierno de la Unión Soviética para “controlar” la situación en Chernóbil le contó a Svetlana Alexiévich su llegada al lugar de la tragedia: “…durante el viaje, ¿sabe usted lo que yo veía? En los arcenes de la carretera… Bajo los rayos del sol… Un finísimo brillo. Brillaba algo cristalino”. Se trataba de la radiación, que invadió el aire, la vegetación, la tierra y el subsuelo, pues hasta los topos murieron y las lombrices desaparecieron. Las frutas, el ganado, la ropa resultaron con altos grados de contaminación. Otro soldado narró que al regresar a casa “Me quité todo aquello, la ropa que llevaba, y la tiré a la basura. Pero la gorra se la regalé a mi hijo pequeño. Tanto me la pidió que… No se la quitaba para nada. Al cabo de dos años, el diagnóstico fue tumor en el cerebro”.
Diversos estudios de organizaciones no gubernamentales e incluso de gobiernos han mostrado que no es posible aún medir las consecuencias para las personas y el medioambiente a raíz de la capa radiactiva que seguirá miles de años esparciéndose por el mundo entero.
Sin embargo, la Organización Internacional de Energía Atómica, OIEA, “ha tratado de subestimar los impactos sobre la salud humana causados por la catástrofe de Chernóbil. Greenpeace considera lamentable que el afán del OIEA por beneficiar a la industria nuclear se haga a costa del sufrimiento de millones de personas afectadas por la radiactividad de Chernóbil”, dijo Juan López de Uralde, de Greenpeace en España.
El asunto es que, 30 años después, en el mundo hay 435 reactores nucleares, 6 de ellos en América Latina (Argentina, Brasil y México). Y en junio de 2014, Ernesto Villarreal, profesor de la Universidad del Rosario, en Bogotá, planteó que Colombia debería prepararse para la generación de energía a partir de reactores nucleares. Es posible que otros desquiciados estén tratando de revivir esa propuesta a raíz del fenómeno de El Niño y las posibilidades, aún latentes, de racionamiento energético en nuestro país, como ya se produjo en Venezuela.
Para contrarrestar esa locura, es fácil revisar los accidentes nucleares ocurridos en varias partes y leer el libro “Voces de Chernóbil”, de Svetlana Alexiévich, quien entrevistó a centenares de sobrevivientes o a familiares de quienes perdieron la vida en el lugar y en otras partes, fruto de la radiación que se expandió pese a que fue construida una fortaleza con el nombre de “sarcófago”, para cubrir lo que quedaba de la planta atómica. El problema es que fue una medida provisional, que duraría entre 20 o 30 años… que ya pasaron.
Alexiévich escribe que “con quien resultaba más interesante hablar no era con los científicos, los funcionarios o los militares de muchas estrellas, sino con los viejos campesinos. Gente que vivía sin Tolstoi, sin Dostoyevski, sin internet, pero cuya conciencia, de algún modo, había dado cabida a un nuevo escenario del mundo. Y su conciencia no se destruyó”.
Explica que el libro “no se trata sobre Chernóbil, sino sobre el mundo de Chernóbil. Sobre el suceso mismo se han escrito ya miles de páginas y se han sacado centenares de miles de metros de película. Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo”.
Uno de los campesinos entrevistados dice que “Los que vivan en las ciudades todos sucumbirán, y en las aldeas quedará una sola persona. Y el hombre se alegrará de ver la huella de otro hombre. No a otro hombre, sino su huella”.
Apocalíptico, sin duda. Como apocalípticos fueron Chernóbil y Fukushima, con sus explosiones y los centenares de miles de muertos y afectados por la radiación. Que sigue en el aire y en las aguas de los mares, de donde los barcos sacan pescados que también tienen altos grados de contaminación y nos envenenan.


Lo curioso es que Svetlana Alexiévich es optimista. Tiene una cara dulce y amable, unos ojos que irradian no radiactividad sino esperanza, unas palabras que recuerdan el horror, no para solazarse con él sino para que no se repita. Para recordarnos, alertarnos, decirnos que todavía puede haber futuro, que dentro de mil años un hombre podrá encontrar no la huella de otro hombre, sino a otro hombre… 

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20 septiembre 2017

Imprescindibles

Con todo mi orgullo, dedico a mi hijo esta frase de Bertolt Brecht: "Hay hombres que luchan un día y son buenosHay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles".

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19 septiembre 2017

“Yo no me di cuenta de que eran horrores”: Imre Kertész

Por Javier Correa Correa

“Yo no me di cuenta de que eran horrores”, dice el escritor húngaro Imre Kertész al final de la novela autobiográfica Sin destino, en el que narra su experiencia en el campo de concentración de Auschwitz, donde murieron asesinadas un millón cien mil personas a manos de los nazis, durante cinco de los seis años de la Segunda Guerra Mundial.
De esa cantidad, un millón eran mujeres y hombres judíos, como lo era también Kertész, quien el pasado 31 de marzo murió en Budapest, su ciudad natal, a la edad de 87 años.
Premio Nobel de Literatura en el año 2002, el escritor era un preadolescente cuando comenzó la guerra, tras la invasión alemana a Polonia. Y fue precisamente a Polonia a donde fue conducido el joven húngaro a quien los nazis le ofrecieron trabajo, como a miles de muchachos que podrían eventualmente convertirse en soldados para repeler la avanzada de la esvástica.
El autor indica que esos hombres tan bonitos, tan bien rasurados, tan elegantemente vestidos, tan delicados en el trato, no podían ser malos, como se rumoraba, así que aceptó la oferta de ir a trabajar con ellos. Abordó un camión y fue conducido a Auschwitz, en Polonia, uno de los más espantosos campos de concentración de los que se tenga memoria en la historia de la humanidad, donde murieron asesinadas personas como la escritora Anna Frank, cuyo diario es un desgarrador testimonio de lo que allí ocurrió.
En la entrada del tétrico lugar sobrevive un letrero que les daba la “bienvenida” a quienes allí llegaban, la mayoría forzados: “El trabajo libera”.
El personaje de Kertész desempeñó labores pequeñas, y como muchas personas hoy en día, no se dio cuenta de lo que en Auschwitz sucedía. Él mismo no supo cómo sobrevivió a los horrores que incluso negó cuando los rusos liberaron a quienes quedaban, en enero de 1945. De regreso a su pueblo natal, fue interrogado por los demás judíos que temían que él hubiera sido uno de los traidores/colaboradores que apoyaban la labor de las SS bajo las órdenes de Heinrich Himmler.
Dos ancianos indignados por lo que contaba –o no contaba– Kertész lo increparon, a lo que respondió: “Son los pasos. Todos habíamos estado dando pasos, mientras podíamos, yo también, y no solo en la fila de Auschwitz sino antes, en casa. Yo había ido dado pasos con mi padre, con mi madre”.
Y agregó, con el mismo desasosiego de los ancianos: “Ahora ya sabría explicarle lo que era ser ‘judío’: nada, no significaba absolutamente nada, por lo menos para mí, por lo menos originalmente, hasta que empezó lo de los pasos. Nada era verdad, no había otra sangre, no había otra cosa que…, y allí me paré, pero me acordé, de repente, de las palabras del periodista: solo había situaciones dadas que contenían posibilidades. Yo había vivido un destino determinado; no era ese mi destino pero lo había vivido. No comprendía cómo no les entraba en la cabeza que ahora tendría que vivir con ese destino, tendría que relacionarlo con algo, conectarlo con algo, al fin y al cabo ya no podía bastar con decir que había sido un error, una equivocación, un caso fortuito o que simplemente no había ocurrido”.
Los judíos se reencontraron y por miles viajaron a Palestina y fundaron un país encima de otro país, y la historia se ha repetido desde hace 71 años, pues ahora los desplazados a campos de concentración son precisamente los palestinos, que la semana pasada celebraron su día. Si es que pueden celebrar algo en medio de las ruinas de Cisjordania y Gaza, semidestruida esta última por las bombas judías en julio de 2014.
La ofensiva de Israel cobró la vida de cientos de palestinos, uno de cada cinco de los cuales eran niños, según la Organización de las Naciones Unidas, ONU. Sendos muros bordean tanto a Cisjordania como a Gaza, en la repetición de los campos de concentración como el de Varsovia, bajo la ocupación nazi, o los de Auschwitz, donde los judíos fueron confinados para que murieran de hambre o en las cámaras de gas.
Hoy los palestinos mueren de hambre o bajo las bombas que son lanzadas desde Israel, con mensajes escritos en las ojivas, mensajes tan lamentables como “con amor para los niños palestinos”, escritos por los niños judíos cuyos padres y abuelos, seguramente, son sobrevivientes del mismo holocausto del que escapó el judío húngaro Imre Kertész.
Y es precisamente una niña palestina la que simboliza la esperanza pues, en medio del horror de las bombas, de entre los escombros de lo que alguna vez fue una casa, rescató un puñado de libros. Las fotos son desgarradoras y muestran el esfuerzo por quitar los ladrillos, el cemento, el polvo para recuperar textos. En la secuencia se observa que sopla los libros, los libera del polvo y la tristeza, y los apila, uno sobre otro, en un acto que concluye con una mirada hermosa, dulce, feliz, dirigida al lente de la cámara.
Esa niña, algún día, seguramente podrá decir, como Imre Kertész: “…de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo”.

Descanse en paz Imre Kertész, y sobreviva en paz esa niña palestina, quien algún día tal vez escriba un texto autobiográfico con el título de Con destino.


Publicado originalmente tras el fallecimiento de Imre Kertész, el 31 de marzo de 2016 

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18 septiembre 2017

Edipo, un clásico en manos de aprendices*

Javier Correa Correa

El público se arremolina en una calle del clásico barrio La Soledad. No llueve y el frío apenas se asoma sobre Bogotá. La fila no alcanza a llegar a la calzada, pero sí desciende por cuatro escalones hasta el andén. Familias enteras tratan de conseguir boletas, pero parece que estas se han agotado. No hay desorden, apenas ansiedad.
Adentro, tras bambalinas, es donde la ansiedad sí crece a medida que transcurre el tiempo. Van a ser las siete de la noche. Diego Barragán, el director, da la orden de ocupar los sitios marcados a los actores. Dos jovencitas, con las caras maquilladas con una base blanca, se sientan en el escenario a ras del suelo, frente a una olla de barro, de la que extraen agua que dejan caer de nuevo en el interior. Sin ritmo, casi. Cuando el primer espectador ingresa, escucha el ruido del líquido que regresa a la vasija. Algunas gotas rebotan y se desplazan hacia afuera, pero no importa. No forman un gran charco.
Otras personas continúan arribando, en busca del mejor sitio para ver el espectáculo, donde estudiantes de arte dramático de la Universidad Central se alistan para su primera presentación ante un público formado por familiares, amigos, compañeros de aula, uno que otro profesor y varios desprevenidos que se antojaron de presenciar la puesta en escena de la tragedia “Edipo rey”, de Sófocles. Un griego en Bogotá, veintiún siglos y medio después de que la obra fuera escrita y se consolidara como un clásico del teatro universal. Casi como un padre del teatro universal, pero que eso lo digan los eruditos, pues yo soy apenas parte del público aprendiz.
En el marco del programa de nuevos talentos del Teatro Nacional, el aforo queda completo, y en la sede de la carrera veinte con calle treinta y siete todavía hay personas que suplican boletas. Una señora clama por siete entradas, tarea tal vez imposible. Después de dar una mirada a la gradería, una morena espigada anuncia que quedan tres puestos libres. Tres futuros espectadores se alegran, mientras los demás se lamentan. Un pequeño drama al lado de lo que ocurrirá después de que una impostada voz masculina haga el tercer anuncio para que los espectadores tomen asiento, apaguen celulares, se acomoden, y comiencen los ocho episodios de la obra.
Una de las dos jovencitas sigue sacando y vaciando agua de la vasija de barro. Al otro lado del escenario, tres personas representan, como ellas, a los pobladores de Tebas, cuyos habitantes sufren una epidemia y para contar con la ayuda de los dioses, en especial de Apolo, han de averiguar quién es el asesino de Layo, el rey anterior. Dos actores, más atrasito, aguardan la orden para empezar a hacer un ruido gutural, casi plañidero, en el momento en que empiece la obra.
Esta, por fin, comienza.
No hay mucho diálogo, hasta cuando hace su aparición otro joven maquillado de adulto, quien representa al príncipe Edipo, cuyo nombre significa “el de los pies hinchados”, y es el consorte de la reina Yocasta.
La historia ya es conocida y el nombre del personaje fue tomado por Sigmund Freud para designar a los hombres que idealizan a las mamás. Que se enamoran de ellas. El fundador del sicoanálisis se refiere al complejo de Edipo, no tan trágico como la tragedia de Edipo mismo. Y no es un juego de palabras, porque en verdad eso de enamorarse de la mamá, de compartir sábanas y reinado con ella, de engendrar cuatro hijos con ella, ha de ser un asunto bastante complejo. En especial si son precisamente Yocasta y Edipo quienes ignoran la historia y de un momento a otro se enteran.
Tiresias, un ciego clarividente, devela todo, y todo se viene abajo.
Ya dije que la historia es conocida, así que no soy indiscreto con quienes no han leído o presenciado la puesta en escena de “Edipo rey”, adaptada hace 20 años por el colombiano Jorge Alí Triana en una película llamada “Edipo alcalde”, con la española Ángela Molina y el cubano Jorge Perugorría. Pero eso es ya historia, así que sigamos con los noveles actores.
Son jóvenes, están nerviosos y dos de ellos “se caen”, lo cual, en la jerga teatral significa que casi olvidan sus parlamentos y deben hacer pequeñas pausas para recordarlos del todo y continuar la representación. Tras una escena conmovedora, y en una fuga hacia el palacio que se propone detrás del telón negro adornado con cintas que simulan columnas dóricas, quien interpreta a Yocasta casi se cae. Literalmente. Sus sandalias con suelas de plataforma le hacen perder el equilibrio, pero todo parece parte de la obra. O todos nos damos cuenta aunque preferimos ignorar el traspiés.
Es prudente aclarar que quien estas líneas escribe y usted lee, habría preferido incluir los nombres del elenco, pero no cuenta con un programa impreso donde estos pudieran ser consultados. A la salida del teatro, le pregunta a otra estudiante de arte dramático el nombre del director y por eso es el único que puede ser incluido en estas líneas.
Pero bueno, están aprendiendo y es seguro que en otras presentaciones u otras obras tengan el cuidado de imprimir el programa. Ahí van depurando sus carreras.
Mientras tanto, seguirán su proceso de aprendizaje de una de las más complicadas y hermosas profesiones: la de actuar, la de representar, la de simular con credibilidad, para alcanzar eso que Aristóteles, otro griego como Sófocles, llamara catarsis.


*Reseña de la obra presentada en agosto de 2016.

16 septiembre 2017

Comparto este poema del escritor Luis García Montero (Granada, 1958), a quien la Universidad Externado de Colombia le acaba de publicar el libro "Una forma de orgullo":

"La poesía"
La poesía es inútil, solo sirve
para cortarle la cabeza a un rey
o para seducir a una muchacha.

Quizá sirve también,
si es que el agua es la muerte,
para rayar el agua con un sueño.
Y si el tiempo le otorga su única materia,
posiblemente sirva de navaja,
porque es mejor un corte limpio
cuando abrimos la piel de la memoria.
Con un cristal partido,
                                   el deseo
hace heridas más sucias.

La poesía eres tú,
un corte limpio,
una raya en el agua
-si es que el agua es razón de la existencia-,

la mujer que se deja seducir
para cortarle la cabeza al rey.