La mamá cómplice le ayudó al niño de cuatro años de edad a
sembrar una plantica que al crecer adornaría sus ramas con claveles. Acomodaron
la tierra en una maceta de barro y en un hueco tímido introdujeron la semilla
que sabía de lo que era capaz.
Llenaban a la mitad una jarrita con agua para alimentar la
tierra que como si recibiera lluvia esparcía un delicioso aroma de petricor y
de la que al cuarto día brotó una vara diminuta de color verde, prometedora de
alegrías.
– Mama, gritó el niño en árabe, asombrado y feliz.
Con la sabiduría acumulada en sus veintitrés años de edad, Aisha1
intuyó de qué se trataba, pero disimuló para que él le diera la buena nueva.
Corrió hasta el pequeño rincón junto a la ventana por la que entraba la brisa
proveniente del mar Mediterráneo, y donde los rayos cómplices del sol se
encargaban de calentar la superficie que el niño de ojos grandotes observaba
casi con estupor, pese a que le habían explicado mil veces lo que iba a
suceder.
A la hora del almuerzo tuvieron que acomodar la mesa del
comedor para que desde su puesto privilegiado Khalid2, el niño,
pudiera observar el milagro.
A la siguiente mañana, se despertó más temprano y Omar3,
el papá, lo encontró sentado en el piso, junto a la maceta. Le llevó una
pequeña regla en la cual marcar el proceso con unas líneas de colores que se alternaban
y terminarían formando un arcoíris todo bonito.
A medida que el clavel escalaba el aire, Aisha supo que
otro milagro ocurría, esta vez dentro de su cuerpo. Aguardó a tener la certeza
antes de contarle a Omar y a Khalid, y cuando lo hizo fue cerca de la maceta,
donde la plantica sonrió. Es verdad, eso pasa, cualquiera que tenga menos de
cinco años de edad puede dar fe de ello.
El tallo verde se alargaba sin prisa, y el vientre de la
mamá se inflaba con orgullo. Por fortuna, las ʿabāyahs 4 son
amplias y sobrevivían las del embarazo de Khalid, guardadas en un armario con
sus alegres bordados azules, verdes, rojos, blancos. Eso de caminar y subir los
tres pisos desde la calle hasta el apartamento se empezó a dificultar un poco,
pero nada tenía tanta importancia, de modo que ella bajaba por las mañanas para
llevar al primogénito hasta la escuela
Fahmi Al Jarawi, regresar a arreglar todo, volver a salir al
mediodía para recogerlo, subir de nuevo para almorzar con Omar, quien llegaba
con sueños renovados y en la tarde debía regresar a su trabajo en la fábrica de
muebles, donde su piel y sus ropas recogían los aromas de todas las variedades
de madera, de los que él prefería el del olivo.
Habían transcurrido ya cuatro meses desde cuando Aisha y
Omar supieron que otro niño llegaría a acompañar a Khalid, quien debería
ansioso esperar el momento de ir al parque a jugar con el hermanito que todavía
no tenía nombre.
El sol calentaba las playas e iluminaba la ciudad, cuando
cayeron las primeras bombas disparadas con precisión milimétrica. No eran las
primeras en setenta y cinco años ni serían las últimas.
El bebé en el vientre se asustó con las explosiones y
comenzó a dar eso que llaman pataditas como pidiendo permiso para nacer antes
de que fuera demasiado tarde. El clavel todavía sin flores se sacudió de un
lado a otro, empujado por el aire sorprendido que entraba por la ventana.
Una noche recibieron de los agresores la orden de desalojar
el edificio antes de nuevos bombardeos. No alcanzaron a empacar casi nada, aunque
Aisha se aseguró de recoger la muf-tāh5 heredada de sus
abuelos, y en el último momento el niño se soltó de la mano de la mamá para
rescatar la maceta con el clavel irisado. Cuando el sol reapareció, la
construcción había quedado reducida a un montón de escombros olorosos a cemento
de nuevo pulverizado, a polvo y pólvora, a muebles convertidos en nada. La cama
del niño fue uno de esos muebles, así como la cuna que habían empezado a
decorar para recibir al bebé. Aisha solo pudo conservar la ʿabāyah que
cubría su cuerpo, y dos mudas de Khalid. La ropa de Omar desapareció, de todas
formas ya nadie la necesitaría, pues esa tarde un proyectil hizo blanco en la
carpintería y convirtió en mártires a los siete hombres que pretendían trabajar
sin concentración alguna y no se percataron del misil que lento descendía del
cielo, como con pereza. Se profundizó la desgracia.
Sentada en el trozo de lo que fuera una pared, Aisha
aguardó con Khalid en un abrazo ininterrumpido, hasta cuando el sol cedió el
paso a la luna. Un vecino bañado en sudor y tierra llegó y desde cuando ella lo
vio a cincuenta y tres metros y medio de distancia, entre los escombros, supo
la noticia que le traía. La mujer alzó los brazos al cielo y el niño también
entendió. Sus miradas se cruzaron en el momento en el que supieron que se
habían convertido en viuda y huérfano.
Lo que no supieron fue qué hacer ni en ese momento ni
después. Una ambulancia de la Media Luna Roja se acercó y una enfermera de
nombre Fidda6 descendió para preguntarle a Aisha si necesitaba algo.
Ambas mujeres sintieron que por sus mejillas rodaban lágrimas de mamás.
La madre y el niño de cuatro años fueron recogidos y
llevados a uno de los primeros centros de refugiados y de allí a otro y de allí
a otro y de allí a otro hasta que empujados llegaron a la frontera con Egipto,
donde soldados que se reclamaban valientes impedían el paso de quienes
buscaban, al menos, sobrevivir.
Los agresores habían seguido dando órdenes de desalojo para
bombardear lo que antes eran poblados con poetas, músicos, oficinistas, obreros,
comerciantes, pescadores.
Aisha sí alcanzó a ver la estela que trazaba en la noche
oscura el proyectil lanzado desde un dron. Abrazó a su pequeño Khalid, le dio
un beso y se despidió de él. Lo protegió con su cuerpo en el que el bebé no
tuvo tiempo de dar más pataditas.
Khalid asomaba un brazo bajo el cuerpo inmóvil de Aisha cuando
fue descubierto por la misma enfermera que los había atendido la primera vez.
Pidió ayuda a un camillero y a un médico para rescatar al niño, quien seguía
aferrando la maceta con la plantica de clavel.
Fidda encontró también la muf-tāh en la mano de
Aisha y la guardó para entregársela después al niño que en mutismo total fue conducido
a un hospital donde los médicos diagnosticaron que tenía el cuerpo ileso. El
cuerpo.
Khalid cumplió cinco años rodeado de huérfanos como él, que
tampoco entendían lo que seguía pasando. Algunos gritaban y otros se
petrificaban y de sus bocas no salían voces que se devolvían a las almas.
Lo primero y lo último que Khalid veía cada mañana y cada
noche desde la colchoneta donde el sonido de las explosiones no lo dejaba
dormir era la planta que seguía creciendo y empezó a desplegar ramas, por lo
que la maceta se quedaba pequeña.
Una tarde, después de otro bombardeo, el niño salió a
caminar entre los escombros, donde encontró un recipiente más grande para
trasplantar el clavel que siguió optimista.
No se supo cuánto tiempo había pasado, pero Fidda llegó un
día y les dijo a los niños provenientes del norte que podrían regresar.
– Pero a dónde –le preguntó Khalid.
– Yo también vengo del norte de la Franja y caminaremos
juntos.
– Pero a dónde –repitió el niño.
Marcharon, a veces por las playas dolidas y a veces por
entre escombros. Fidda también había quedado sola. Sola. Se aferró a Khalid
como él a ella y sobre otra colchoneta empolvada trataban de dormir abrazados.
Un misil disparado con sevicia cayó a tres metros y
cuarenta centímetros de donde estaban. Alcanzaron el Barzakh7, donde esperarían
la resurrección. Fidda fue recibida por su familia y a Khalid pudieron volver a
acariciarlo Aisha, Omar y un hermanito que no conocía pero que reconoció.
La fuerza de la explosión levantó la maceta y un viento
portentoso la condujo a un foramen que había dejado otra bomba. Allí, junto a
la muf-tāh, echó raíces y hoy, varios años después, es el centro de un
jardín donde otros niños y niñas y padres y madres caminan con las frentes en
alto.
[1] Viva,
en árabe.
[2] Eterno, en árabe.
[3] Larga vida, en
árabe.
[4] Túnica, en
árabe.
[5] Llave, en
árabe.
[6] Rescate, redención, en
árabe.
{7] Intervalo entre la muerte y la resurrección.
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