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Quijotadas. A la poeta María del Rosario Laverde Nunca le sirvió ningún sombrero

 


Conocí a la poeta María del Rosario Laverde en el Taller de Escritores de la Universidad Central, cuando ambos queríamos aprender a escribir literatura. Todavía seguimos en la tarea. Y todavía somos grandes amigos, de esos que se acompañan en las circunstancias difíciles y en las no tanto. No sé si se pueda decir así, pero si algo le he aprendido a María del Rosario es que uno puede decir lo que se le antoje, aunque los correctores de estilo pongan el grito en el cielo.

El problema es que tanto María del Rosario como yo fungimos como correctores ortotipográficos y de estilo. Así que hagamos caso omiso.

No es fácil hacer la reseña de la obra de una amiga, pues alguien que lea estas líneas puede recriminarme que no soy objetivo. Claro que no. En el periodismo el asunto no es la objetividad, sino la ética. Es más, como amigos nos hemos expresado de manera abierta. Uno de sus cuentos da cuenta de una amistad. O de lo que pudo serlo: “Bipolar. La primera vez que salimos a cenar me preguntó si era bipolar. Temía llevarse una sorpresa como en sus citas anteriores. Menos mal no preguntó si alguna vez maté a alguien. Odio mentir”.

Ese es uno de los textos del libro Nunca me sirvió ningún sombrero, que presentó en el marco de la Feria del Libro de Bogotá. Leyó algunos de los microcuentos, como este otro: “Papá II. Papá sale en las revistas y no quiero que otros lo miren. Me lleva al colegio y me niego a que las niñas lo saluden. Papá se rasca los oídos con una llave, me avergüenza. Papá se fue de viaje y no volverá. Le ponen su nombre a un edificio. Todos entran y salen de papá”. El edificio Hugo Laverde Toro está ubicado en el barrio Belalcázar, cerquita a la Universidad Nacional, donde el papá de María del Rosario era profesor. La noticia de su muerte en la selva, hace casi medio siglo, es otro microcuento: “1980. ‘Niños, su papá murió’. Ella nos suelta la noticia sin tenerla confirmada, sólo con la certeza que le da su vacío en el estómago y la llamada misteriosa que acaba de recibir. En minutos la casa se colma de vecinos y curiosos que supieron la noticia primero que nosotros. Seguramente faltaré al colegio por varios días y el profesor me castigará. Veo a los mayores llegar con lentes oscuros y muy acongojados. Le ofrezco a mi abuela un café y lo rechaza. Tardo en entender la magnitud de lo que sucede. Mi padre no solo se murió, sino que se murió para siempre: nunca más, hasta aquí llegó, san se acabó. ¿Y ahora qué será de mí en poder de esa señora que nunca me interesó conocer y dice ser mi madre?”.

Es que lo que María del Rosario Laverde escribe es parte de su vida, la más íntima, incluso. Nos la comparte en varios de sus libros de poemas, en lo que publicó hace un tiempo en los albores de Facebook, y ahora en Nunca me sirvió ningún sombrero.

En cada palabra se mira, se asombra, se confirma, hasta se ríe de sí misma, como cuando dijo que nunca le sirvió ningún sombrero “porque soy cabezona”. Pero es también más alta del promedio de mujeres colombianas, lo que me permite repetir el chiste obvio de que es “una gran poeta”. Suelta siempre carcajadas y me mira con complicidad y con afecto. Con amistad.

Es tan buena amiga que acompañó hasta el último momento de su vida a la poeta Luisa Fernanda Trujillo, a quien me había presentado como quien presenta un poema o un cuento propio: con cariño.

La Editorial Cuadernos Negros Editorial, de Armenia, es la responsable de publicar Nunca me sirvió ningún sombrero, de María del Rosario Laverde. Y aunque dije que hay muchos guiños autobiográficos, también recrea e inventa lo que le place, al fin y al cabo eso de la literatura es una opción ficcional. Bonita palabra.

Y ficcional, onírico, es el cuento con el que cierro estas breves líneas: “Sueño cumplido. Tenía todo lo necesario para ser una buena escritora: una mamá loca, un padre muerto prematuramente, varios abusadores alrededor, una infancia llena de libros, un matrimonio fracasado y muchas historias para contar. Cuando saltaba desde su ventana, recordó que alguna vez una pitonisa le dijo a su madre que sería una de las grandes autoras de Colombia… Golpeada pero viva y con un gran huevo en su frente, se halló al lado de su cama, aún despistada por la línea divisoria entre el sueño y la conciencia. Un sueño tan revelador tenía que ser una señal para cambiar su vida. Se asomó a la ventana de su habitación, respiró el aire revitalizador de la mañana, tomó impulso y saltó”.





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