Por
Javier Correa Correa
Desde cuando tenía trece años de edad, he leído sin cansancio la obra de Gabriel García Márquez, a quien en muy raras ocasiones llamo Gabo. El autor de Cien años de soledad, en compañía de Miguel de Cervantes Saavedra, José Saramago, Edgar Allan Poe, Alejo Carpentier, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Svetlana Alexievich, Augusto Monterroso, Lina María Pérez, Fiodor Dostoiewski, Felipe González Toledo, William Faulkner, Guy de Maupassant, Clarice Lispector son algunas de las personas que más me han ayudado a trazar caminos y definir eso que en literatura llaman estilo.
La lista es mucho más
extensa, pero se convertiría en una petulante digresión. De modo que regreso al
tronco del árbol, que en este caso es la obra póstuma de quien en 1982
recibiera el Premio Nobel de Literatura, el hijo del telegrafista de Aracataca.
Me refiero a la novela En agosto nos vemos, que acaba de ser publicada,
diez años después de la muerte del autor, acaecida en Ciudad de México. La
palabra acaecida es de pura crónica roja, pero a García Márquez le
gustaba ese género periodístico, de modo que la dejo.
Y son dos hechos los
que me han producido una rabia no tan menudita: la publicación de esa novela y
la adaptación al cine de Cien años de soledad. Con respecto a la
primera, el autor había dicho que el manuscrito “no sirve. Hay que destruirlo”.
Sus hijos Rodrigo y Gonzalo, sin embargo, decidieron publicarlo “a pesar de sus
imperfecciones”, según expresan en el prólogo. Y agregan: “En un acto de
traición, decidimos anteponer el placer de sus lectores a todas las demás
consideraciones”.
Concluyen: “Si ellos lo
celebran, es posible que Gabo nos perdone. En eso confiamos”. Amén.
Antes de continuar la
reseña de En agosto nos vemos, una breve mención a la película dividida
en episodios de una serie que pronto será estrenada en eso que llaman streaming,
supongo que se refieren a ver televisión a la que hay que suscribirse, porque
ese anglicismo significa transmisión. Pagan bien por eso. Pese a que
García Márquez había dado la orden de que a perpetuidad no se tradujera la
historia de Macondo al lenguaje audiovisual. Explicaba que cada quien se
imagina a Arcadio Buendía, al coronel Aureliano, a Úrsula Iguarán, a Amaranta y
que mostrarlos representados por actores es una forma de violentar la capacidad
de figuración de cada persona que lee. Allá los hijos del Nobel, que esperaron
diez años para pasar por alto la decisión, con la excusa de que querían
conmemorar. Allá ellos, digo.
Esas dos
conmemoraciones, la del libro publicado y la del libro llevado al cine, me han
generado un desasosiego que me sugirieron hacerle caso a García Márquez: no
leer En agosto nos vemos ni ver la serie en un televisor. Con respecto a
esta última, me sostengo, y más cuando he visto los “cortos” en redes sociales,
que hablan de la inversión y de otros aspectos económicos más que de la obra
misma.
Foto: Penguin Random House
Pero con respecto a la
novela póstuma, confieso que caí. Muy orondo me paseé por la Feria del Libro en
la primera mitad de este año en Bogotá, e ignoré las decenas y decenas de vitrinas
con las 142 páginas de la primera edición cuyos derechos de autor reclaman, con
todas las de la ley, los “Herederos de Gabriel García Márquez”.
Sin embargo, un día
cualquiera, en una librería de barrio, encontré de frente un ejemplar y caí en
la tentación. Lo deposité coquetongo en el nochero izquierdo de mi cama, a la
espera del momento propicio. Me hacía guiños que yo desatendía, embelesado como
estaba con una novela de José Zuleta Ortiz. “Una noche de estas”, me decía,
pudoroso.
Hasta cuando la misma
Ana Magdalena Bach me invitó a seguirla a la decadente isla a la que ella iba
todos los meses de agosto a visitar la tumba de su madre.
Las prevenciones y la
lealtad al Nobel pusieron un tatequieto a la lectura, que no lograba atraparme.
Hasta el lenguaje lo sentía superficial, como si una mano de este mundo se
hubiera atravesado en el original. Leí con rabia, casi que buscando más
argumentos para decir que no me había gustado el libro, que el acto de traición
sí lo era. Pero, y ahí debe estar eso que llaman realismo mágico, a medida que
pasaba las hojas, la historia se iba abriendo a mis ojos y a mi mente y me
envolvía, como los hechos fueron envolviendo a Ana Magdalena Bach, con un
billete de veinte dólares y una tarjeta de visita dejados, no al azar, en
sendos libros. Ella releyó varias veces la tarjeta, “tratando de imaginar en la
vida real el fantasma de su noche feliz”.
– Ese es García
Márquez, me dije.
El mar del Caribe “era
un remanso de oro bajo el sol de la tarde”, escribió después el autor en medio
de su memoria menguada. Maravillado, como a mis trece años de edad, seguí hasta
la página 122, al frente de la cual una reproducción facsimilar de la firma de
Gabriel García Márquez me despidió.
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