Prólogo que tuve el honor de hacer a la edición colombiana del libro La base, de Peter Cárdenas Schulte
“Pasan los días, indefectible y
penosamente, pareciera que el mundo se ha detenido y nada sucediera. El cautivo
se va introduciendo dentro de sí mismo, aislado del entorno exterior surge una
tendencia al ensimismamiento”.
Peter
Cárdenas Schulte
Hace
unos pocos años, mi hijo Pablo emprendió un viaje por América del Sur en
búsqueda de los miles de desaparecidos. Los encontró, a uno, a todos, en la
costa boliviana del lago Titicaca, cuando una mujer argentina lo miró varias
veces hasta que ella se le acercó. Hablaron un rato, se hicieron amigos, Pablo
siguió su viaje a Buenos Aires y al regresar a Colombia concluyó su trabajo de
animación de un video, bajo el título de Muerte
privada.
Hoy,
en Bogotá, empiezo a leer el segundo libro de este año sobre los presos
políticos en esta parte del continente. El primero fue la historia de Hipólito, el amigo que resistió las
torturas en la Brigada de Institutos Militares de Bogotá, por allá en los años
ochenta, durante el régimen de Julio César Turbay. Ahora me convoca La base, de Peter Cárdenas Schulte, a
quien apenas voy a conocer. Hipólito
y Peter sobrevivieron a las celdas y a la guerra y al horror, y escribieron sus
testimonios para que la historia deje de ser privada y la conozcamos todos.
Abro
el libro, entonces. No sé cuántas páginas después –la primera edición del autor
no tiene folios y es tal vez mejor así– retomaré estas líneas introductorias,
cuando espero haber tejido lazos de amistad con Peter Cárdenas Schulte. Porque
las letras posibilitan las relaciones entre autor y lectores, y cuando hay
comunión de ideas se pueden tejer amistades. Los textos y los tejidos tienen la
misma etimología griega, así que dejemos que sea Peter Cárdenas Schulte quien
trace el camino, desde el cercano Perú.
***
La
primera revolución moderna que triunfó en América fue la de Cuba, en 1959, y
veinte años después el Frente Sandinista de Liberación Nacional –FSLN– logró
derrotar el sanguinario régimen de la dinastía de los Somoza, en una pequeña
república bananera, como la concebían quienes se declaraban amos y señores,
desde más al norte del continente. Otros pueblos pretendieron seguir la senda
de los barbudos de la Sierra Maestra, y de Estelí, Managua, Jinotega y más
ciudades y pueblos heroicos.
Colombia,
Venezuela, Ecuador, Bolivia (con una revolución irradiada por el mismísimo Che Guevara), Brasil, Uruguay, Argentina,
Chile… emprendieron la lucha, o continuaron la que habían iniciado décadas
atrás otros soñadores, como Julio César Sandino en Nicaragua, Eloy Alfaro en
Ecuador y Guadalupe Salcedo en Colombia.
Perú,
con Tupac Amaru como precursor ante la invasión de hace cinco siglos y con Juan
Carlos Mariátegui como ideólogo, no podía –ni quería– ser la excepción de lucha
latinoamericana. Eso nos recuerda Peter Cárdenas Schulte en este libro, escrito
con dolor durante los lustros de lucha en los que sufrió tortura física y
sicológica en varias celdas, que bien podrían haber sido descritas por Miguel
de Cervantes Saavedra, quien estuvo preso después de la batalla de Lepanto, en
épocas del imperio turco-otomano. Hay quienes afirman que perdió el brazo
izquierdo, pero otros dicen que en realidad le quedó inutilizado. Pero esa es
otra historia, más antigua. La de ahora, la historia que debe ser recordada, es
la de los años que unen los siglos XX y XXI, en la hermosa y altiva tierra de
los incas.
Las
izquierdas de América Latina nunca entendieron aquel viejo refrán de que siendo
divididas serían vencidas. O inutilizadas, como la izquierda del pobre
Cervantes Saavedra. La derecha –una sola– ha tenido claro lo mismo, desde el
otro lado de la moneda: divide y reinarás. Leninistas, stalinistas,
trotskistas, maoístas, guevaristas foquistas, obreristas, campesinistas,
nacionalistas, indigenistas –para qué prolongar la lastimera lista– se han
trenzado, y todavía lo hacen, en luchas intestinas que impidieron hacer la
revolución. O ganar la guerra, como herramienta para hacerla. Para qué
mencionar los muchos grupos guerrilleros que ha habido en Colombia, de los
cuales uno sigue involucrado en la lucha armada, aunque trata de que el
gobierno de turno acepte sentarse a dialogar. Varios han sido los intentos de
diálogos nacionales y continentales y demasiadas las ocasiones en las cuales
las voces han sido acalladas con las explosiones de los disparos, las granadas,
las bombas…
Perú
no ha sido la excepción, porque si algo nos une es la tragedia y en la guerra
la tragedia se cuenta en muertos, heridos, desplazados, torturados,
encarcelados, asilados, muertas, heridas, desplazadas, torturadas,
encarceladas, asiladas… en eso tampoco hay discriminación. No han sido muchas
guerras a lo largo y ancho del continente, sino una sola, en la que las
víctimas las ponemos los del sur y las armas las ponen los del norte. Tampoco
ha habido oriente y occidente. Esa es la falacia con la que nos engañaron
durante décadas y que asumimos con ceguera. Hablar de oligarquía y de
proletariado suena anacrónico, pero tiene plena vigencia, pues la explotación
de la mayoría de las personas por parte de unas pocas es la constante y contra
eso muchos nos rebelamos. Sigue siendo aquello que se conoce como las causas
objetivas de la lucha, que no han desaparecido. Lo que desapareció fue el
proyecto de la lucha armada como forma de hacer la revolución, meta que convocó
a varias generaciones que se comprometieron con todas las ideas, con toda la
convicción, con toda la energía, con todas las ideas. Y los de esas
generaciones nos metimos con toda la convicción, seguros de que íbamos a ganar.
Y si caíamos en el camino, alguien recogería el fusil, la bandera, continuaría
la lucha. Muy mesiánico, es verdad, pero no importaba. Lo único era ganar para
construir un mundo mejor. No se pudo. O no se ha podido. Ahora la lucha es sin
armas, desde la civilidad, con el mismo mundo por construir, tal vez con mayor
dificultad que antes, porque el mundo hoy está más podrido y los que se
proclaman ganadores también están más podridos.
No es
el mundo en el que nos tocó vivir, es el mundo que debemos cambiar.
Peter
Cárdenas Schulte es otro de esos soñadores que creyó posible cambiar el mundo,
empezando por el Perú, a veces siguiendo modelos importados, en otras ocasiones
inventando su propio país, con un grupo de cumpas que reivindicó el nombre de
Tupac Amaru. Ahora era el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru –MRTA–, que
creció y logró reconocimiento en el
mundo entero, por su compromiso, por su lucha, amparada también en aquello de
que los proletarios del mundo deben unirse para vencer. Pero no. De lado del
MRTA estaba Sendero Luminoso –SL–, uno de los más radicales grupos que ha
existido en el continente. Cada uno por su lado, incluso en la cárcel.
Porque
fue precisamente en la cárcel, La base,
un pabellón de máxima seguridad en una guarnición militar, donde se encontraron
los máximos comandantes del MRTA y de SL, separados por muros de hormigón y
separados, también, por el silencio obligado al que eran sometidos. Años
enteros llenos de silencios apenas rotos por gritos de angustia, en compartidas
sentencias a cadena perpetua. La venganza de la derecha, la venganza perpetua.
Algunos
afectos lograron ser tejidos pero otros se rompieron, los proyectos quedaron
inconclusos… todavía. Y lo que en un principio fue lucha por la reivindicación
del ser humano, se tornó en lucha por la reivindicación de algunos derechos
legales, a las visitas de familiares, a la posibilidad de hablar, a ingerir
alimentos dignos, a exámenes médicos, que fueron exigidos pese a los castigos y
al aislamiento. La huelga de hambre, por ejemplo, fue una forma asumida por
todos los ocupantes de La base naval del Callao, y pareciera ser un tétrico
juego de palabras eso de callar, de silenciar, de ahogar, de incomunicar, de
deshumanizar. Había dos opciones: o ceder y dejarse cooptar, o resistir. Y la
huelga de hambre era una forma de resistencia. Vencer o morir era una consigna
que se gritaba en toda la América y en La base era una forma de fugarse. El
cuerpo podía permanecer allí, humillado, pero la dignidad se abría paso frente
a quienes no la conocían, a quienes conociéndola la ignoraban. La lucha fue,
entonces con la dignidad y por la dignificación.
Por
los derechos de cada combatiente –ya no en armas– que estaba allí, hombres y
mujeres, y por quienes todavía permanecen recluidos, no se sabe en qué
condiciones ni hasta cuándo. Pero allá siguen.
Quien
logró salir fue Peter Cárdenas Schulte, por eso de las fallas procedimentales
en su captura y juicio. Hoy camina por las calles de Lima y de América del Sur,
como camina este libro, con la palabra como única arma.
Atrás
quedaron muchos soñadores, en calles o en campos de batalla, en celdas o en
tumbas anónimas –son tal vez lo mismo–, en un testimonio de que el compromiso
es total. Y en la demostración de que nadie gana ninguna guerra, que aunque se
derrote al enemigo el costo es impagable. Entender esto, escribir libros como
el de Hipólito en Colombia y el de
Peter Cárdenas Schulte en el Perú, es entender que la historia se puede
reescribir, que no hubo vidas ni tiempos perdidos, sino semillas que han de
brotar. El futuro es hoy, fuera de La base, para que, en el nuevo futuro, el de
mañana, ningún hijo camine por América tras el rastro de los desaparecidos.
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