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El guerrillero más feliz del mundo ha muerto

Por Javier Correa Correa 

Se necesitaron treinta y tres años para que el guerrillero más feliz del mundo muriera. Para que un científico con el cerebro compartimentado develara el secreto mejor guardado e identificara ese montón de huesos como los que alguna vez soportaron con alegría el cuerpo de Alfonso Jacquin, Aldo
Hoy, tal vez, sus hermanas puedan dormir en paz, la paz que para este país no encontró él. La paz que fue traicionada y que lo impulsó a juzgar al gobierno y a los militares y a la justicia y a los indolentes colombianos.
Alfonso Jacquin, quien creyó que iba a sobrevivir a la guerra y que iba a ser un gobernante ético y osado, el mismo que se reía a carcajadas y con su acento caribe estaba seguro de que sería capaz de convencer al mundo de la justeza de su causa, ha muerto.
Entró y salió vivo del Palacio de Justicia, en noviembre de 1985, y desde entonces nadie volvió a escuchar su voz ni a ver sus ojos pícaros ni a admirar su sonrisa perfecta. Sus amantes -todas- lo han extrañado tanto tiempo; temieron que todavía estuviera cautivo en una mazmorra, desnudo y tiritando de frío y de rabia; pensaron que era mejor saberlo muerto que derrotado, humillado. Por eso, hoy, Alfonso Jacquin ha muerto. No les dio a sus asesinos la efímera y vulgar alegría de sentirse victoriosos o de poder humillarlo.
Lo vi tantas veces en Cali, en medio de la clandestinidad y los sueños, compartiendo la alegría de un disco que giraba a 33 revoluciones por minuto y despedía notas que desde Cuba hablaban de un unicornio azul. Lo sufrimos cuando creímos que había caído en la toma de Yumbo, lo abrazamos con euforia cuando apareció una semana después a explicar que se había perdido de la columna guerrillera, lo saludé seis meses más tarde en una montaña caucana, cuando él portaba un fusil G3 y un morral cargado de sueños y usaba unas botas de caucho para caminar más fácil por la trochas de lodo de esta Colombia que prefiero no adjetivar.
La última vez que lo vi vivo fue en octubre de 1985, en la carrera séptima de Bogotá, unas pocas cuadras al norte de la Plaza de Bolívar. El abrazo fraterno fue igual que siempre. Más por chicanería que por complicidad, me contó que el Eme preparaba una acción que haría ver como algo pequeño la toma de la embajada de la República Dominicana, en 1980, que él tenía una caja llena de documentos para demostrar que el gobierno y los enemigos no tan agazapados de la paz habían violado los pactos suscritos en 1984 con el M-19, que como abogado él iba a presentar y sustentar la demanda. Creo que mis ojos evidenciaron la curiosidad, pero ambos sabíamos que mientras menos se sepa es mejor. Nos despedimos con otro abrazo y cuando unos días después se escucharon los primeros disparos en el Palacio de Justicia, supe que Alfonso Jacquin, Aldo, estaba dentro.
Corroncho, hablamierda, amigo íntegro, ético, irresponsable, mujeriego, soñador, era de esos hombres que creen que nunca morirán.
De él, queda un montón de huesos que de seguro serán llevados al Caribe donde había nacido treinta y un años antes. El compañero Alfonso Jacquin, el comandante Aldo, está, por fin, muerto.
A nosotros nos queda recordarlo. Y la gratitud por el ejemplo, con la certeza de que hoy, con él, este país sería mejor.

Imagen: Josefina Jacquin

Comentarios

ANH dijo…
Excelente y muy cálido homenaje a él y a quienes, como él, entregaron su vida sus sueños por una utopía que cada vez parece más lejana. Un abrazo.
AntonioVersao dijo…
Que buena entrada, un poco de memoria para seguir construyendo país.

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