Por Javier Correa
Correa
Conocí a Rogelio Echavarría cuando yo era todavía un
adolescente y aspiraba a ser, como él, escritor y periodista. Fue él uno de los
más constantes y fieles amigos de Felipe González Toledo, aquel que, según Gabriel
García Márquez, había inventado la crónica roja en Colombia.
Además de amigos, fueron socios y durante el régimen de Gustavo
Rojas Pinilla fundaron el semanario Sucesos,
que duró poco tiempo. O demasiado, si pensamos que sobrevivió a la dictadura y
todas las dictaduras son eternas. Regresaron a uno de los dos periódicos
capitalinos hasta cuando tuvieron edad para jubilarse y dejar atrás los afanes
del periodismo diario.
Pero siguieron escribiendo. Y Rogelio, además de escribir,
se dedicó a hacer antologías de poetas noveles o que han pasado al olvido. Una tarde
leí unos versos de un muchacho imberbe, estudiante de la Universidad Nacional.
Llamé a Rogelio y le leí el poema. Con urgencia me pidió que se lo hiciera
llegar y lo incluyó en un libro dedicado a la madre.
Y siguió escribiendo. Su único libro, muchos en uno solo,
recibió el título de El transeúnte. Su
primera edición data de 1964, cuando yo tenía cinco años y a duras penas me
acercaba a la lectura en un caluroso salón del Liceo Santa Ana, en Cali.
Rogelio siguió escribiendo, claro, y El transeúnte se nutrió en cada edición.
Yo ensayé –todavía lo hago– a escribir.
Dejé de verlo varios años y cuando supe que lo habían
nombrado miembro de la Academia de la Lengua, lo llamé para hacerle una
consulta. Acababa yo de escribir mi segunda novela, Si las paredes hablaran, y las licencias literarias me permitieron utilizar
una palabra hasta entonces inexistente para designar a quienes quedan
huérfanos: orfanar. Le gustó el término, pero lo interpretó distinto, no como
quien ha orfanado por las leyes de la vida, sino porque alguien ha matado al
padre o la madre de quien queda en la orfandad.
Así me siento un poco hoy, pese a que la última vez que
escuché su voz fue hace diez años. Supe luego que él había perdido la memoria,
aunque estoy seguro de que hasta el último día en su mente ocuparon un espacio
Beatriz, su amable y dulce esposa, y su hijo músico, a quien recordaba con
mucha nostalgia tras habérsele anticipado en la muerte.
En un país como Colombia, donde además de abogados y médicos
todos nos reclamamos poetas, hace falta ahora un periodista y poeta, alguien a
quien admiro con un aprecio que me impulsa a escribir estas tímidas líneas. Porque
Rogelio fue tímido, desde cuando nació en Santa Rosa de Osos, Antioquia, en
1926, hasta cuando murió en Bogotá, en 2017. Terminó su periplo como El transeúnte, pero sus letras están
ahí, en esta patria de bardos, no todos tan ilustres como él. Aquí una muestra,
un –tal vez– lugar común:
Lugar común
Ya que no todos podemos ser
poetas
comprender lo sublime
o exaltar lo sencillo
hablemos francamente
confesemos nuestro
fracaso
de hombres sin alas
de hojas muertas en el
estío
nuestros empeños ciegos
sin metáforas vanas
nuestra identificación
con todos
o con casi todos
y si alguien nos
entiende
y fecunda nuestra
impotencia
eso también es poesía
o por lo menos una gota
en la sed del infierno
cotidiano.
(Foto tomada de El Tiempo)
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