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Historia (privada) de la violencia

Por Javier Correa Correa

Los 28 tratan de justificarse y de justificar a sus abuelos, padres, madres, tíos, hermanos. Y se contradicen entre sí. De esa forma, en lo que podría ser considerada una suerte de intriga televisiva, se va tejiendo la trama de lo que fue la historia de la primera mitad del siglo xx en Colombia, que es lo que nos tiene como nos tiene.
Porque esos familiares, la mayoría de los cuales reposan en cementerios detrás –o debajo– de lápidas pomposas mientras bustos y estatuas suyos son exhibidos en parques y patios de colegios, fueron en su momento presidentes, primeras damas, ministros, intrigantes, osados, cobardes, soñadores, frenteros, solapados, corruptos o leguleyos al mejor estilo santanderista. Y reforzaron un statu quo que les permitiera disponer y preservar esos privilegios de los que ahora gozan sus descendientes.
Privilegios que excluyen, por cierto, al más del noventa por ciento de la población colombiana. A veces, permiten que uno u otro se cuele, como aliado coyuntural o como ficha que puede ser removida cuando deje de ser útil. A veces, también, se traicionan entre ellos. Aún lo hacen los herederos del poder.
“Ahí están pintados”, podría ser el título del libro de Otty Patiño, un tipo que con un caminadito lento y voz pausada los entrevistó uno a uno para rearmar ese sencillo rompecabezas de la “Historia (privada) de la violencia”, verdadero nombre del recuento de 336 páginas que acaba de publicar Editorial Debate.
Los herederos aprendieron de primera mano y aplican con precisión las fórmulas que no fueron siquiera inventadas por sus ancestros, sino que ellos las copiaron de algunos conocidos de la historia mundial –decir universal sería pretencioso–, a los que convirtieron en héroes y después en modelos, pese a que algunos hubieran muerto en la guillotina, linchados o suicidados y cremados. El que sepa a quiénes me refiero, bien. El que no, que lea el libro de Otty Patiño, pues encontrará luces de por qué somos como somos. O, peor aún, por qué seguimos dejando que nos manipulen políticamente con odios que no nos pertenecen, pero por los que nos hemos hecho matar. O incluso hasta hemos matado, sin siquiera apretar gatillos sino tecleando cuartillas o –como se dice hoy– digitando notas preñadas de rencor.
Aquí siguen simulando ser mesías los hijos no de un humilde carpintero en Galilea sino los hijos de los Poncio Pilatos que se lavan las manos de lo que sus familiares hicieron y se presentan, hoy, como quienes rescatan sus legados –positivos, obviamente y según ellos– y heredan el poder que no sería definido como de la oligarquía contra el proletariado, pues son términos dizque caducos, sino como clanes que se encubren y protegen para perpetuarse y perpetuar sus privilegios.

Esta pretendía ser una reseña de un libro y terminó siendo, tal vez, una diatriba más en la larga historia de las violencias en Colombia.

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