Por Javier Correa Correa
“Yo no me di cuenta de que eran
horrores”, dice el escritor húngaro Imre Kertész al final de la novela
autobiográfica Sin destino, en el que
narra su experiencia en el campo de concentración de Auschwitz, donde murieron
asesinadas un millón cien mil personas a manos de los nazis, durante cinco de los
seis años de la Segunda Guerra Mundial.
De esa cantidad, un millón eran mujeres
y hombres judíos, como lo era también Kertész, quien el pasado 31 de marzo
murió en Budapest, su ciudad natal, a la edad de 87 años.
Premio Nobel de Literatura en el
año 2002, el escritor era un preadolescente cuando comenzó la guerra, tras la
invasión alemana a Polonia. Y fue precisamente a Polonia a donde fue conducido
el joven húngaro a quien los nazis le ofrecieron trabajo, como a miles de
muchachos que podrían eventualmente convertirse en soldados para repeler la
avanzada de la esvástica.
El autor indica que esos hombres
tan bonitos, tan bien rasurados, tan elegantemente vestidos, tan delicados en
el trato, no podían ser malos, como se rumoraba, así que aceptó la oferta de ir
a trabajar con ellos. Abordó un camión y fue conducido a Auschwitz, en Polonia,
uno de los más espantosos campos de concentración de los que se tenga memoria
en la historia de la humanidad, donde murieron asesinadas personas como la
escritora Anna Frank, cuyo diario es un desgarrador testimonio de lo que allí
ocurrió.
En la entrada del tétrico lugar
sobrevive un letrero que les daba la “bienvenida” a quienes allí llegaban, la
mayoría forzados: “El trabajo libera”.
El personaje de Kertész desempeñó
labores pequeñas, y como muchas personas hoy en día, no se dio cuenta de lo que
en Auschwitz sucedía. Él mismo no supo cómo sobrevivió a los horrores que
incluso negó cuando los rusos liberaron a quienes quedaban, en enero de 1945.
De regreso a su pueblo natal, fue interrogado por los demás judíos que temían
que él hubiera sido uno de los traidores/colaboradores que apoyaban la labor de
las SS bajo las órdenes de Heinrich Himmler.
Dos ancianos indignados por lo
que contaba –o no contaba– Kertész lo increparon, a lo que respondió: “Son los
pasos. Todos habíamos estado dando pasos, mientras podíamos, yo también, y no solo
en la fila de Auschwitz sino antes, en casa. Yo había ido dado pasos con mi
padre, con mi madre”.
Y agregó, con el mismo desasosiego
de los ancianos: “Ahora ya sabría explicarle lo que era ser ‘judío’: nada, no
significaba absolutamente nada, por lo menos para mí, por lo menos
originalmente, hasta que empezó lo de los pasos. Nada era verdad, no había otra
sangre, no había otra cosa que…, y allí me paré, pero me acordé, de repente, de
las palabras del periodista: solo había situaciones dadas que contenían
posibilidades. Yo había vivido un destino determinado; no era ese mi destino
pero lo había vivido. No comprendía cómo no les entraba en la cabeza que ahora
tendría que vivir con ese destino, tendría que relacionarlo con algo,
conectarlo con algo, al fin y al cabo ya no podía bastar con decir que había
sido un error, una equivocación, un caso fortuito o que simplemente no había
ocurrido”.
Los judíos se reencontraron y por
miles viajaron a Palestina y fundaron un país encima de otro país, y la
historia se ha repetido desde hace 71 años, pues ahora los desplazados a campos
de concentración son precisamente los palestinos, que la semana pasada
celebraron su día. Si es que pueden celebrar algo en medio de las ruinas de
Cisjordania y Gaza, semidestruida esta última por las bombas judías en julio de
2014.
La ofensiva de Israel cobró la
vida de cientos de palestinos, uno de cada cinco de los cuales eran niños,
según la Organización de las Naciones Unidas, ONU. Sendos muros bordean tanto a
Cisjordania como a Gaza, en la repetición de los campos de concentración como
el de Varsovia, bajo la ocupación nazi, o los de Auschwitz, donde los judíos
fueron confinados para que murieran de hambre o en las cámaras de gas.
Hoy los palestinos mueren de
hambre o bajo las bombas que son lanzadas desde Israel, con mensajes escritos
en las ojivas, mensajes tan lamentables como “con amor para los niños
palestinos”, escritos por los niños judíos cuyos padres y abuelos, seguramente,
son sobrevivientes del mismo holocausto del que escapó el judío húngaro Imre
Kertész.
Y es precisamente una niña
palestina la que simboliza la esperanza pues, en medio del horror de las
bombas, de entre los escombros de lo que alguna vez fue una casa, rescató un
puñado de libros. Las fotos son desgarradoras y muestran el esfuerzo por quitar
los ladrillos, el cemento, el polvo para recuperar textos. En la secuencia se
observa que sopla los libros, los libera del polvo y la tristeza, y los apila,
uno sobre otro, en un acto que concluye con una mirada hermosa, dulce, feliz,
dirigida al lente de la cámara.
Esa niña, algún día, seguramente
podrá decir, como Imre Kertész: “…de la felicidad en los campos de
concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me
preguntan. Y si todavía me acuerdo”.
Descanse en paz Imre Kertész, y
sobreviva en paz esa niña palestina, quien algún día tal vez escriba un texto
autobiográfico con el título de Con
destino.
Publicado originalmente tras el fallecimiento de Imre Kertész, el 31 de marzo de 2016
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