Javier Correa Correa
El
público se arremolina en una calle del clásico barrio La Soledad. No llueve y
el frío apenas se asoma sobre Bogotá. La fila no alcanza a llegar a la calzada,
pero sí desciende por cuatro escalones hasta el andén. Familias enteras tratan
de conseguir boletas, pero parece que estas se han agotado. No hay desorden,
apenas ansiedad.
Adentro,
tras bambalinas, es donde la ansiedad sí crece a medida que transcurre el
tiempo. Van a ser las siete de la noche. Diego Barragán, el director, da la
orden de ocupar los sitios marcados a los actores. Dos jovencitas, con las
caras maquilladas con una base blanca, se sientan en el escenario a ras del
suelo, frente a una olla de barro, de la que extraen agua que dejan caer de
nuevo en el interior. Sin ritmo, casi. Cuando el primer espectador ingresa,
escucha el ruido del líquido que regresa a la vasija. Algunas gotas rebotan y se
desplazan hacia afuera, pero no importa. No forman un gran charco.
Otras
personas continúan arribando, en busca del mejor sitio para ver el espectáculo,
donde estudiantes de arte dramático de la Universidad Central se alistan para
su primera presentación ante un público formado por familiares, amigos,
compañeros de aula, uno que otro profesor y varios desprevenidos que se antojaron
de presenciar la puesta en escena de la tragedia “Edipo rey”, de Sófocles. Un
griego en Bogotá, veintiún siglos y medio después de que la obra fuera escrita
y se consolidara como un clásico del teatro universal. Casi como un padre del teatro
universal, pero que eso lo digan los eruditos, pues yo soy apenas parte del
público aprendiz.
En el
marco del programa de nuevos talentos del Teatro Nacional, el aforo queda
completo, y en la sede de la carrera veinte con calle treinta y siete todavía
hay personas que suplican boletas. Una señora clama por siete entradas, tarea
tal vez imposible. Después de dar una mirada a la gradería, una morena espigada
anuncia que quedan tres puestos libres. Tres futuros espectadores se alegran,
mientras los demás se lamentan. Un pequeño drama al lado de lo que ocurrirá
después de que una impostada voz masculina haga el tercer anuncio para que los
espectadores tomen asiento, apaguen celulares, se acomoden, y comiencen los
ocho episodios de la obra.
Una de
las dos jovencitas sigue sacando y vaciando agua de la vasija de barro. Al otro
lado del escenario, tres personas representan, como ellas, a los pobladores de
Tebas, cuyos habitantes sufren una epidemia y para contar con la ayuda de los
dioses, en especial de Apolo, han de averiguar quién es el asesino de Layo, el
rey anterior. Dos actores, más atrasito, aguardan la orden para empezar a hacer
un ruido gutural, casi plañidero, en el momento en que empiece la obra.
Esta,
por fin, comienza.
No hay
mucho diálogo, hasta cuando hace su aparición otro joven maquillado de adulto,
quien representa al príncipe Edipo, cuyo nombre significa “el de los pies
hinchados”, y es el consorte de la reina Yocasta.
La
historia ya es conocida y el nombre del personaje fue tomado por Sigmund Freud
para designar a los hombres que idealizan a las mamás. Que se enamoran de
ellas. El fundador del sicoanálisis se refiere al complejo de Edipo, no tan trágico
como la tragedia de Edipo mismo. Y no es un juego de palabras, porque en verdad
eso de enamorarse de la mamá, de compartir sábanas y reinado con ella, de
engendrar cuatro hijos con ella, ha de ser un asunto bastante complejo. En
especial si son precisamente Yocasta y Edipo quienes ignoran la historia y de
un momento a otro se enteran.
Tiresias,
un ciego clarividente, devela todo, y todo se viene abajo.
Ya dije
que la historia es conocida, así que no soy indiscreto con quienes no han leído
o presenciado la puesta en escena de “Edipo rey”, adaptada hace 20 años por el
colombiano Jorge Alí Triana en una película llamada “Edipo alcalde”, con la
española Ángela Molina y el cubano Jorge Perugorría. Pero eso es ya historia,
así que sigamos con los noveles actores.
Son
jóvenes, están nerviosos y dos de ellos “se caen”, lo cual, en la jerga teatral
significa que casi olvidan sus parlamentos y deben hacer pequeñas pausas para
recordarlos del todo y continuar la representación. Tras una escena
conmovedora, y en una fuga hacia el palacio que se propone detrás del telón
negro adornado con cintas que simulan columnas dóricas, quien interpreta a
Yocasta casi se cae. Literalmente. Sus sandalias con suelas de plataforma le
hacen perder el equilibrio, pero todo parece parte de la obra. O todos nos damos
cuenta aunque preferimos ignorar el traspiés.
Es
prudente aclarar que quien estas líneas escribe y usted lee, habría preferido
incluir los nombres del elenco, pero no cuenta con un programa impreso donde
estos pudieran ser consultados. A la salida del teatro, le pregunta a otra
estudiante de arte dramático el nombre del director y por eso es el único que
puede ser incluido en estas líneas.
Pero
bueno, están aprendiendo y es seguro que en otras presentaciones u otras obras
tengan el cuidado de imprimir el programa. Ahí van depurando sus carreras.
Mientras
tanto, seguirán su proceso de aprendizaje de una de las más complicadas y
hermosas profesiones: la de actuar, la de representar, la de simular con
credibilidad, para alcanzar eso que Aristóteles, otro griego como Sófocles,
llamara catarsis.
*Reseña de la obra presentada
en agosto de 2016.
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