Por Javier Correa Correa
“El 26 de abril de 1986, a la
1 h 23’ 58”, una serie de explosiones destruyeron el reactor y el edificio del
cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica (CEA) de Chernóbil,
situada cerca de la frontera bielorrusa. La catástrofe de Chernóbil se
convirtió en el desastre tecnológico más grave del siglo XX”. Así empieza
Svetlana Alexiévich, la periodista ganadora del Premio Nobel de Literatura en
2015, su dolorosa crónica sobre la tragedia que les costó la vida a más de 200
mil personas en las zonas aledañas y a otras 200 mil en el resto del mundo.
Es el balance en 30 años, lapso
transcurrido desde ese terrorífico momento, aunque las consecuencias se
sentirán durante siglos y tal vez miles de años, debido a la concentración de
radioactividad que se desplazó por Asia, África y Europa.
Algo así como la explosión, el
11 de marzo de 2011, de otro reactor en Fukushima, Japón, comparado por su
magnitud al de Chernóbil, aunque el número de víctimas directas es
insignificante, según los defensores de esta forma de producir energía. Esta
segunda vez, la nube radiactiva llegó hasta América y Asia.
Un soldado que envió el
gobierno de la Unión Soviética para “controlar” la situación en Chernóbil le
contó a Svetlana Alexiévich su llegada al lugar de la tragedia: “…durante el
viaje, ¿sabe usted lo que yo veía? En los arcenes de la carretera… Bajo los
rayos del sol… Un finísimo brillo. Brillaba algo cristalino”. Se trataba de la
radiación, que invadió el aire, la vegetación, la tierra y el subsuelo, pues
hasta los topos murieron y las lombrices desaparecieron. Las frutas, el ganado,
la ropa resultaron con altos grados de contaminación. Otro soldado narró que al
regresar a casa “Me quité todo aquello, la ropa que llevaba, y la tiré a la
basura. Pero la gorra se la regalé a mi hijo pequeño. Tanto me la pidió que… No
se la quitaba para nada. Al cabo de dos años, el diagnóstico fue tumor en el
cerebro”.
Diversos estudios de
organizaciones no gubernamentales e incluso de gobiernos han mostrado que no es
posible aún medir las consecuencias para las personas y el medioambiente a raíz
de la capa radiactiva que seguirá miles de años esparciéndose por el mundo
entero.
Sin embargo, la Organización
Internacional de Energía Atómica, OIEA, “ha tratado de subestimar los impactos
sobre la salud humana causados por la catástrofe de Chernóbil. Greenpeace
considera lamentable que el afán del OIEA por beneficiar a la industria nuclear
se haga a costa del sufrimiento de millones de personas afectadas por la
radiactividad de Chernóbil”, dijo Juan López de Uralde, de Greenpeace en
España.
El asunto es que, 30 años
después, en el mundo hay 435 reactores nucleares, 6 de ellos en América Latina
(Argentina, Brasil y México). Y en junio de 2014, Ernesto Villarreal, profesor
de la Universidad del Rosario, en Bogotá, planteó que Colombia debería
prepararse para la generación de energía a partir de reactores nucleares. Es
posible que otros desquiciados estén tratando de revivir esa propuesta a raíz
del fenómeno de El Niño y las posibilidades, aún latentes, de racionamiento
energético en nuestro país, como ya se produjo en Venezuela.
Para contrarrestar esa locura,
es fácil revisar los accidentes nucleares ocurridos en varias partes y leer el
libro “Voces de Chernóbil”, de Svetlana Alexiévich, quien entrevistó a
centenares de sobrevivientes o a familiares de quienes perdieron la vida en el
lugar y en otras partes, fruto de la radiación que se expandió pese a que fue
construida una fortaleza con el nombre de “sarcófago”, para cubrir lo que
quedaba de la planta atómica. El problema es que fue una medida provisional,
que duraría entre 20 o 30 años… que ya pasaron.
Alexiévich escribe que “con
quien resultaba más interesante hablar no era con los científicos, los
funcionarios o los militares de muchas estrellas, sino con los viejos
campesinos. Gente que vivía sin Tolstoi, sin Dostoyevski, sin internet, pero
cuya conciencia, de algún modo, había dado cabida a un nuevo escenario del
mundo. Y su conciencia no se destruyó”.
Explica que el libro “no se
trata sobre Chernóbil, sino sobre el mundo de Chernóbil. Sobre el suceso mismo
se han escrito ya miles de páginas y se han sacado centenares de miles de
metros de película. Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia
omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el
tiempo”.
Uno de los campesinos entrevistados
dice que “Los que vivan en las ciudades todos sucumbirán, y en las aldeas
quedará una sola persona. Y el hombre se alegrará de ver la huella de otro
hombre. No a otro hombre, sino su huella”.
Apocalíptico, sin duda. Como
apocalípticos fueron Chernóbil y Fukushima, con sus explosiones y los
centenares de miles de muertos y afectados por la radiación. Que sigue en el
aire y en las aguas de los mares, de donde los barcos sacan pescados que
también tienen altos grados de contaminación y nos envenenan.
Lo curioso es que Svetlana
Alexiévich es optimista. Tiene una cara dulce y amable, unos ojos que irradian
no radiactividad sino esperanza, unas palabras que recuerdan el horror, no para
solazarse con él sino para que no se repita. Para recordarnos, alertarnos,
decirnos que todavía puede haber futuro, que dentro de mil años un hombre podrá
encontrar no la huella de otro hombre, sino a otro hombre…
Comentarios