La
semana pasada publiqué una reseña de la excelente novela Memoria que se
niega a ser recordada, de Asdrúbal Vergel. No todos los blogs tienen una
acogida igual a la de una persona llamada influencer con videos insulsos
en las redes sociales, pero uno insiste en publicar reseñas literarias, de
cine, de música y uno que otro artículo de opinión política.
Lo que
no imaginé fue que el mismo autor me escribiera al final de la semana para
agradecerme lo que calificó de “generosas palabras”, supongo que se refería a cuando
dije que se trataba de una novela de las que “uno no se quiere despegar, así el
sol se haya ocultado y la noche vaya en la mitad”.
Me confesó
el autor que no es la primera reseña que lee en este blog, y que asume el reto
de entregar “con menos timidez” su segundo libro. Aclaró que la novela fue su
tesis de grado en Filosofía y letras, y que ya tiene listo un volumen de
cuentos.
El coordinador
de la editorial Hojas pardas le sugirió que espere al menos unos seis
meses, esto es, hasta el año 2026, pues no es conveniente que un autor “compita
consigo mismo” y que es mejor dejar que un libro repose para publicar el
siguiente.
Como una
señal de gratitud, me envió uno de sus cuentos –que le da el título al libro– y
me autorizó a compartirlo en este blog.
Lo que
no me envió fue una foto suya para complementar este artículo, de modo que
incluyo la de la escultura del general cartaginés Asdrúbal, exhibida en el
Museo Arqueológico Municipal de Cartagena.
De modo que soy yo quien ahora le agradece su generosidad literaria. Y dejo a quienes lo lean que se formen su propia opinión. El cuento Relevos, de Asdrúbal Vergel, es el siguiente:
El hombre joven gateaba con movimientos nerviosos en
la esquina de un andén de barrio. Eran las seis y cincuenta y nueve minutos de
la tarde y aunque en Bogotá la temperatura había descendido varios grados de lo
habitual a esa hora, él portaba apenas una camiseta blanca de franela. A su
lado, un gran perro de pelaje negro ladraba con voz ronca.
Estacionado en el borde de la calzada, un carromato de
madera burda cubría una señal amarilla de advertencia sobre el paso de peatones
en la zona escolar. Dos cuadras al norte había un jardín infantil de cuya
fachada de color verde pálido se desprendían alegres dibujos multicolores. Cien
metros más cerca de la escena del hombre con el perro, una universidad en
vacaciones esperaba con ansias a quienes estudiarían el siguiente semestre.
Sin levantarse del piso, el hombre estiró su brazo
derecho y lanzó un manotazo que el perro eludió. Ladró de nuevo. Se acercó a su
amo y se abrazaron. El animal se subió al carromato que empezó a arrastrar el
hombre que dio el envión inicial como si se tratara de una competencia de pesas
transmitida en directo por varias cadenas de televisión. Medalla de oro.
En su ventana del segundo piso de una casa con fachada
de ladrillo a la vista, un anciano era testigo del juego que terminó cuando el
basuriego y su amigo juguetón siguieron el camino hacia el norte. Pasaron sin
detenerse frente a la puerta de la universidad ni la del jardín infantil, y se
internaron en la calle nocturna con olor a humedades.
El anciano le cedió el paso a la anciana, también de
cuerpo delgado y caminar cauteloso, para que cerrara la cortina de velo que
permitía a la luz del bombillo de la habitación proyectarse a la esquina ahora
vacía, con tanta timidez que no producía sombra.
Él se sentó en el borde de la cama, de espaldas a la
ventana, y ella se paró de frente a él y a la ventana.
Empezaron un ritual silencioso que seguían desde
sesenta y dos años antes, para despojarse de las ropas del día. Se miraban
cómplices y sonreían.
Ataviados con pijamas gruesas de algodón, antes de
entrar a la cama que él había destendido en diagonal para que ella ocupara su
lugar, la mujer dulce se acercó a la ventana por última vez esa noche y cerró
las cortinas pesadas.
Afuera, con un maullido agudo, un gato agradeció que
la luz se opacara y que el perro y el hombre juguetón se hubieran ido. La noche
fue felina.
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