Con un voluminoso ejemplar de Hojas
de hierba, Walt Whitman se paseó por los jardines de la Casona de Coburgo,
en Fusagasugá. Varias personas lo vimos, con su caminar pesado, adolorido,
lento pero seguro. Llegó cansado, pues antes se había entretenido en el Parque
Bonnet, donde escuchó el sonido del agua que se desliza por el estrecho cauce verde
que algunos han contaminado. Prefirió ignorar la estupidez humana. Pensó en un
poema, pero recordó que ya el libro no acepta más “gorjeos", como él mismo
los calificó.
Sonrió. Y acudió a la cita con el
Club de Amigos de la Biblioteca municipal María Aya Díaz, quienes lo aguardaban
con ansiedad. Había hombres y mujeres, y hasta una niña, Valeria, cuyo nombre
significa valerosa y sana. A fe que lo es, pues a
sus siete años tuvo la fortaleza para escuchar a quienes leían poemas
traducidos del inglés al español. Ella apenas lee y escribe, con calma.
Valeroso fue también Whitman, quien
como enfermero atendió en Estados Unidos a decenas de soldados del norte y del
sur en la Guerra de Secesión, en la segunda mitad del siglo XIX, diez años
después de que fuera construida la casa que domina el paisaje sobre la
cundinamarquesa Fusagasugá, a miles de kilómetros.
Cuando el poeta neoyorquino llegó a
la casona Coburgo, empezó la tertulia. Fueron leídos el prólogo que el mismo
Whitman escribió para la última edición de Hojas de hierba y algunos
textos de lírica libre, se disfrutó de la palabra escrita, se le dio voz a una
carta que un contertulio le había dirigido en español al gringo que abogaba por
la libertad y la democracia y el humanismo. Otras cartas le fueron entregadas,
sin sobre.
El mismo Whitman leyó con su español
difícil y voz lenta: “¿Sabrán los Estados Unidos del porvenir, comprenderá
algún día esta Unión vasta y rica a qué precio se la ha alcanzado allá, en el
pasado –con esas hecatombes– en esa época de la cual, oh lector lejano, este
libro no es todo él, en fin, sino un recuerdo, un monumento conmemorativo que
yo te transmito desde allá?”.
Cuando el sol se fue por el poniente,
el grande Walt Whitman se despidió, pidió que no lo acompañáramos y bajó las
escaleras frontales de la hermosa casona. No volteó a mirar, pero su brazo
izquierdo se alzó para despedirse.
En un mes, otro poeta volverá a la
casona, donde también estuvo, muchos años atrás, José Asunción Silva.
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