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La añagaza del periodismo. Introducción al libro "Anecdotario de mis guerras"


Marguerite Yourcenar decía que la objetividad periodística es una añagaza, un artificio para atraer víctimas con engaños, una mentira completa. La periodista italiana Oriana Fallaci afirmaba que el supuesto dilema entre objetividad y subjetividad se resuelve con una sola palabra: ética. Esas cinco letras, contenidas en tres sílabas, han regido mi vida y, por lo tanto, mi actividad periodística.
Cuando el 11 de junio de 1981 ingresé al periódico El País, de Cali, imaginaba una carrera plena de trabajo que le aportara a la democracia en mi país, y que sirviera de ejemplo a la presente y futuras generaciones. Los sueños de todo currinche, que una década después fueron cuestionados por una encopetada señora metida a decana de una facultad de periodismo, quien me preguntó con desfachatez: “¿Usted todavía piensa así?”. Me afirmó que ella, tres meses después de haberse vinculado a un medio de comunicación, había dejado atrás sus sueños juveniles. Le contesté que sí, que yo seguía pensando en la necesidad de un periodismo comprometido con la verdad –las verdades– y con la democracia. Hoy, 37 años después, sigo creyendo que el papel del periodismo es ese. La señora obtuvo reconocimiento, igual que su esposo, quien por fortuna ya se retiró de la radio. Muchos, como yo, permanecemos en el anonimato, pero con las rodillas sin raspaduras.
Mis sueños juveniles de un mundo mejor, con justicia social, con equidad, con paz, también siguen vigentes.
Mi problema al iniciar mi carrera como periodista surgió cuando enfrenté la censura en un país autodenominado democrático. Y, peor, cuando me enfrenté a la autocensura, convencido de que solo podía decir lo que sabía que podía decir. No convencido, pero sí obligado, para conservar el puesto o incluso para preservar la vida.
De modo que decidí aterrizar los sueños juveniles y buscar la forma de vencer la censura y la autocensura. Sin retirarme del periodismo, me vinculé al Movimiento 19 de Abril, M-19, una organización guerrillera que ejercía su derecho a la rebelión y me acogió con la misma confianza, con el mismo amor que a los demás integrantes. ¿Con amor, en medio de la guerra? Sí, porque entré a formar parte de lo que el fundador del Eme, Jaime Bateman Cayón, llamara cadena de los afectos, que hoy sigue viva, con los eslabones firmes, pese a que se ha desgranado y muchos de mis amigos, mis cómplices, perdieran la vida y no pudieran ver materializados sus sueños. Yo todavía no los he visto concretarse, Colombia y el mundo siguen convulsionados, la injusticia social es cada vez más tajante, los niños se siguen muriendo de hambre, los enfermos perecen en las puertas de los hospitales, los jóvenes no encuentran cupos en los colegios y las universidades, los profesionales no hallan dónde crecer como personas, los ancianos no son recibidos en los hogares geriátricos…
Demasiado oscuro el panorama, pero demasiado amplio para seguir luchando. Ya no con las armas, que constituyeron una opción para mí y para varias generaciones, sino con la palabra, con las verdades, con la ética.
Hoy, cuando se avizora el fin de la guerra civil en Colombia, tras el acuerdo con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, farc-ep, y con el proceso con el Ejército de Liberación Nacional, eln, el reto de la verdad y de la lucha por la democracia y la justicia social sigue vigente.
Además del ejercicio cotidiano de la ética en todos los ámbitos, considero que la memoria desempeña un rol clave en la superación del conflicto armado. No solo para hacer mi propia catarsis, sino como un aporte a la historia de Colombia, con las anécdotas pequeñas, casi invisibles, de las personas que trasegaron conmigo en el camino de la guerra, en el camino de la búsqueda de la democracia, en el camino de la búsqueda de la paz.
Lo hago con la frente en alto, sin el menor asomo de arrepentimiento, porque asumí el compromiso con mis sueños y fui ético en la combinación del periodismo y la lucha insurreccional. Como lo soy ahora en el periodismo, en la cátedra universitaria, en la literatura, en la lucha democrática. Mi compromiso no era con los dueños de los medios de comunicación, defensores no de la libertad de prensa sino de sus intereses políticos y económicos, sino con mis eventuales lectores, oyentes y televidentes. Mi compromiso es con la verdad, mi compromiso es con el mandato político de informar oportuna y verazmente. Mi compromiso es conmigo mismo.
Mi compromiso es también, obviamente, con quienes compartieron mis sueños, con quienes estuvieron dispuestos a dar sus vidas para proteger la mía, con quienes perecieron con heroísmo –de lado y lado de la trinchera–, con quienes forman parte de la cadena de los afectos, con quienes todavía tienen la convicción de que un mundo mejor es posible, con mis coetáneos y con las futuras generaciones. Para honrarlos con estas sencillas anécdotas de mis guerras. Con la esperanza de que no haya más guerras.

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