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Una alameda en Santiago


Fue la que podría llamarse mi primera rabia política, que me marcó el resto de la vida. Recuerdo el día: martes 11 de septiembre de 1973, aunque no sé la hora. Tengo la certeza de que era el primer experimento de hacer la revolución a las buenas, sin balas, como se dice que son las democracias. O la democracia, vaya uno a saber si es una sola, como me dijeron después en el colegio y la universidad. Aunque esa supuesta democracia fue fruto, precisamente, de un alzamiento armado al frente de la cárcel de la Bastilla. Pero eso es historia más remota y su final no se puede decir que haya sido muy positivo, si piensa uno en ese espantoso aparato de la muerte llamado guillotina o en la autoproclamación como emperador por parte de un tipejo que escondía su mano en la casaca.
Mi padre había vivido en Santiago de Chile y siempre hablaba de la belleza de ese país, de los Andes, de la facultad de Medicina que abandonó para regresar a Colombia y casarse con mi mamá. Así que sus anécdotas, contadas con alegría y un brillo especial en los ojos, me habían convertido, de alguna manera, en chileno.
A mis catorce años, poco había yo escuchado del presidente Salvador Allende y de su compromiso con la revolución. Vine a saber después, cuando los traidores bombardearon el Palacio de la Moneda y lo mataron. Así él haya disparado la bala postrera, lo mataron. Yo llegué del colegio a la casa y encontré a mi hermano Fernando, Menandus, llorando frente a la radiola, un hermoso mueble del que salían terribles noticias.
–Están bombardeando –decía, y tuve que preguntar qué.
–El palacio presidencial en Chile. ¡Oigan!
La transmisión radial era, sin duda alguna, terrible. Los aviones de guerra dejaban una estela de sonidos aterradores, tanto en el aire como en la tierra, donde caían las bombas destinadas a matar chilenos. Los pilotos eran chilenos, también.
Se oía como en las películas en las que los gringos eran los buenos, aunque ahora habían elegido títeres para disparar ráfagas de mortíferos proyectiles de verdad. Y no se trataba de una película, aunque sí era de terror.
Menandus seguía angustiado y su angustia crecía cada vez que una bomba explotaba en los parlantes de la radiola. Él se levantaba, caminaba, manoteaba y le narraba a mi mamá lo que sucedía en la cercana Santiago de Chile.
La voz ahogada de un hombre hablaba de una alameda, poco antes de morir. Poco antes de morir él y de morir las alamedas en Santiago. El experimento de la revolución pacífica había muerto, el martes 11 de septiembre de 1973. Murió también Víctor Jara. Y murieron miles y miles de personas que creían que sí era posible un mundo mejor. Un mundo en paz. Un mundo sin hambre. Un mundo como el que merecemos.
No sé qué dijo mi padre cuando llegó a casa. Sé que mi hermano mayor, Menandus, había llorado. Tal vez fue ese día cuando decidí que un mundo mejor, en paz, sin hambre, como el que merecemos, había que conquistarlo. 

(Del libro Anecdotario de mis guerras, en proceso de edición)

Comentarios

AntonioVersao dijo…
Que lindo recuerdo. Que lindo texto.

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