Por Javier
Correa Correa

Por
su notoria altura y en un juego con su nombre, otro compañero, quien había también
estudiado literatura con ella en la Universidad Nacional, la bautizó como “Camándula”.
Así se quedó para mí y para mis hijos, aunque María José, mi hija mayor, en
medio de su despiste la renombró como “Caléndula”. María del Rosario todavía
suelta una de sus sonoras carcajadas cuando la llamamos con uno u otro nombre.
Casi nunca con el que le pusieron en la pila bautismal. Su propio hijo en una
ocasión pretendió insultarla y le gritó en medio de una furia infantil: “¡Parabólica!”.
Desde
chiquita –creo que nunca fue chiquita– se destacó por ser una excelente lectora
y por ensayar trazos con la palabra, que la fueron convirtiendo en la poeta que
es. Con reconocimientos en varias partes del continente, en especial en México,
también en Colombia ocupa un destacado lugar dentro de las poetisas o poetas, o
hacedoras de versos, como quiera que se diga. Ella sabrá, porque sobrevive como
correctora de estilo en la revista Semana.
Cuando lea estas mis líneas soltará otra carcajada y querrá corregirme, pero
será tarde porque ya habré publicado la columna de opinión sobre su nuevo
libro, pues además de otro de ella, poemas suyos han sido incluidos en cinco
antologías.
El
año pasado salió en México y este año
fue reeditado en Colombia Memoria de jirafa, el breve y hermoso libro de María del Rosario,
publicado en Cuernavaca, México, por una sugestiva editorial, Aquelarre
Editoras, que advierte que “creer es crear. Eso es la magia”. Ilustrada por
Flor GuGa, cada una de las narraciones cortas tiene un dibujo tan evocador como
la historia misma.
Se
trata de una compilación de anécdotas de la infancia de María del Rosario,
desde cuando tuvo eso que llaman uso de razón. Le dedica, como es apenas obvio,
varios espacios a su padre, Hugo Laverde Toro, un profesor de la Universidad
Nacional quien se hizo famoso por ganarse un carro y divertir a los colombianos
todos con su enciclopedismo en el programa Cabeza y Cola, que por televisión
era transmitido todas las semanas. Tal vez paralizaba más al país que lo que lo
paraliza hoy un partido de la selección. Pero bueno. No digamos que eran otras
épocas, porque María del Rosario y yo seríamos señalados de estar viejos y ella
apenas pasa de los cuarenta.
Con
nostalgia viva habla de su padre, de la última vez que lo vio antes de que él
emprendiera un viaje a las selvas del Vichada para realizar una investigación.
Las aguas de un río inundaron sus pulmones y él se convirtió en un símbolo de
la sencilla sabiduría. Y se convirtió en un edificio en el barrio Alcázares,
levantado como homenaje por la Universidad Nacional de Colombia. Hay otros
edificios con nombres de destacados profesores, como Gerardo Molina, en el que
vive María del Rosario. Pero esa es otra historia.
La
de la infancia de María del Rosario la escribió en microcuentos que fue
publicando cada vez que se le antojaba en su página de Facebook. Una
compilación similar presentó en la Feria del Libro de Tijuana, en 2015, el
mexicano Benito Taibo, con el título de Desde
mi muro. La bogotana asegura que “esa idea ya se me había ocurrido a mí,
así que no dudé en reclamarle que se me había adelantado, él se rio y no le
prestó mucha atención a mi queja”.
Por
eso, regresó de su octavo viaje a México “deseosa de llevar a cabo mi propia
versión”, con cuarenta “retazos de recuerdos que en mucho sentido me hicieron
ser quien soy hoy”.
Aclara
la poeta, metida a prosista, que “las jirafas, a diferencia de otros animales,
tenemos memoria selectiva y fragmentada”. No sé si es una figura literaria o
fruto de una no muy minuciosa “investigación” en google. No importa. El libro
es una delicia.
“Todas
las familias tristes se parecen” e “Infancia con lupa” son las dos secciones en
las que se divide el libro de unas cápsulas de memoria, algunas de las cuales
enternecen al punto de humedecer los ojos –soy un llorón, sí– y otras, arrancan
carcajadas como las de la autora, quien se consolida con un lenguaje y un tono
que hablan de que es una grande escritora. O una escritora grande.
En
uno de los textos, que transcribo sin pedirle permiso por usar los derechos de
autor, dice que “Había una anciana en el edificio de al lado, se llamaba
Carmencita. No tengo la menor idea cómo nos hicimos amigas pero me encantaba ir
a visitarla porque siempre tenía dulces y sobre todo porque tenía una vitrina
con adornos entre los que había una matrushka. Aunque no siempre me dejaba
agarrarla, cuando lo hacía, la desarmaba y la armaba con fascinación absoluta,
después de devolverla, me iba a mi casa a soñar con ser grande para poder tener
una de esas y no dejar que nadie la tocara”.
Se
fregó María del Rosario Laverde, pues permite que todos los lectores juguemos
con esa matrushka que es Memoria de
jirafa y que esculquemos en sus más recónditos recuerdos. Como Carmencita,
nos presta el libro, con la condición de que volvamos a depositarlo en la
vitrina de la biblioteca. Pero después de prestárselo a otros lectores.
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