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La matriz ®

El pavimento gris, húmedo, condensaba el frío y lo relanzaba contra la ciudad en la noche que tres horas antes había empezado. Las manos se guarecían. Las pocas caras transeúntes miraban hacia abajo, abandonadas a la resignación. Las bombillas de las casas proyectaban pálidos rayos de luz sobre los andenes deshabitados. En los antejardines, las flores dormían. Y una anciana, despojada de ropas y de conciencia, tiritaba.

La vi de pronto. Macilenta, convertida en feto setenta años después. Inocente, desemparada. La piel fofa. Me acerqué lento. Cauteloso. Mis manos dejaron vacíos los bolsillos del pantalón y quisieron palpar. Cabellos largos, cenicientos y desordenados, cubrían el rostro. Nadie, absolutamente nadie, sólo yo, la había encontrado. Tras los vidrios de la ventana se escuchaban las voces con los últimos comentarios de la jornada. Se deseaban felices sueños. Ninguna música servía de atenuante.

Miré en derredor, en busca de un auxilio. Transcurrieron ínfimos instantes eternos y recordé al santo de la leyenda que había bajado del brioso corcel y cedido su capa a un mendigo. No tendí más que mi vista asombrada sobre el cuerpo ajado. Corrí, sí, los trescientos metros que me separaban de la casa. Mi padre no había llegado y mi madre me sugirió llamar una radiopatrulla, al tiempo que me regaló una cobija de algodón. Al regalármela, ratificó mi deber de ayudar a la mujer abandonada del mundo.

Olía mal. El primo me acompañó, también, alarmado. Sólo él, porque los vecinos continuaban su rito de las buenas noches. Aguardamos. Hasta que vimos las luces salvadoras, ululantes, alternadas rojas y azules, azules y rojas, de la camioneta policial. Tres hombres con uniformes de paño y kepis con viseras de charol pretendieron interrogarme, y los planté con la imagen aterradora de la mujer. Se negaron a recogerla, porque olía mal.

El primo tenía una camioneta y se ofreció, a cambio de ser escoltados por los policiales. La alzamos hamacada en la cobija de algodón y fue enconces cuando con pudor y terror vimos que una gran masa de carne pendía de su sexo. La mujer únicamente tiritaba. Los ojos y la boca apagados, desamparados. No es que se haya dejado llevar, es que su alma carecía de voluntad.
Quedaba cerca, el hospital. El San Ignacio. Una practicante de último semestre de medicina diagnosticó desprendimiento de matriz, pero no podía atenderla porque las camas todas estaban ocupadas. Dijo que la vida se apagaba, ineluctable. Su cara, compasiva y tersa, dibujó, sin embargo, una expresión de fastidio. Olía mal.

El conductor de la radiopatrulla sugirió entonces el Hospital Materno Infantil, en los límites entre el norte y el sur de la ciudad, a donde no podría acompañarnos porque le tocaría salirse de su jurisdicción. Aliviado, nos deseó suerte. Habría preferido, él, un enfrentamiento con malandrines o una redada de putas en Chapinero. La improvisada ambulancia en la que convertimos la camioneta emprendió la marcha por la carrera trece. No había luces en el techo ni sirena que alertara a otros carros para abrirnos paso. Pero la noche seguía avanzando y el tráfico disminuía, por fortuna.

Con la experiencia del anterior centro de salud, aunque sin la escolta oficial, o precisamente por su ausencia, me bajé de la camioneta, frente al edificio blanco, amplio, que proyectaba sus paredes gastadas sobre la avenida con rezagos de humedad. En contra del portero que con el vaho pretendía calentar sus manos, tomé una camilla.

–Carlos Mario, espéreme aquí. Deje el motor encendido.

Las lámparas de neón alumbraban, apenas, a las catorce mujeres que con sus vientres a punto de estallar caminaban en círculo, a la espera de que los dolores de parto se hicieran insorportables y fueran conducidas a la sala donde recibirían a los hijos. La anciana, con la matriz desgarrada, se dejaba llevar en la camilla.

–No podemos atenderla, joven –explicó la enfermera.

–La única alternativa que tienen es atenderla –ordené.

–Si usted asume los gastos.

–Se supone que este es un hospital del Estado.

–Por eso: no hay plata para atenderla.

–Pues de aquí no la saco.

Y cuando argumentaba que había dejado el carro mal estacionado, para escabullirme y permitirle a la anciana que muriera sobre una sábana limpia, rodeada de mujeres a punto de parir, un aprendiz de médico, asqueado por el olor, gritó:

–¿Y de dónde traen eso?

El desconcierto me impidió responderle la primera vez, por lo que repitió su pregunta.

–De La Soledad –le grité. Y regresé a la noche.


Javier Correa CorreaBogotá, 12 de abril de 2001
Ganador del concurso de cuento de las revistas GO y Libros y Letras. Bogotá, mayo de 2008.

Comentarios

Anónimo dijo…
Durísimo relato.
Sin duda la salud es un lujo que no todos podemos costear

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