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Ácido úrico


Javier Correa Correa


Maldita la hora en que me vine a tomar esa cerveza. Ahora, aquí, en este nudo del tráfico que me tiene parado desde hace cuarenta y siete minutos y yo con la vejiga que se revienta. No fue sino una sola cerveza pero parece que hubieran sido cinco. El dedo gordo del pie izquierdo me duele, por aquello del ácido úrico: cada vez que aguanto las ganas de orinar me sucede. Sacudo el pie dentro del zapato, lo apoyo en el pedal del embrague y el dolor disminuye un segundo, tal vez tres. Pero vuelve. Ahora es la frente que me suda y debo secarme con la manga de la camisa, sin importarme la cara de la mujer del carro vecino, quien repite el mismo cassette infantil para tratar de distraer a su hija de tres años —yo escucho boleros—. Creo que es su hija porque hasta el peinado es igual. Les sonrío y la chiquita me hace un guiño a través del vidrio de la ventanilla lleno de babas. Estoy que me reviento. Un cretino hace sonar la bocina de su camioneta. Por fin parece que el nudo se desata y el carro de adelante avanza un poco. Se oye el encendido de los motores, ahogado por nuevos pitazos agudos, graves, más duros o más bajos. Arrancamos. Lento, pero arrancamos. Lo único que importa es la distancia que me separa del carro que va adelante, un viejo Ford 54 verde oliva, de stops redondos que llevan ya tres minutos sin encenderse. Avanzamos y creo que, pronto, podré orinar.
Era un choque pendejo, pero, si me hubiera pasado a mí, seguro que también habría esperado a los policías. Pero cuarenta y siete minutos me parece mucho. Empiezo a sentir un escalofrío, el dedo gordo del pie izquierdo me duele cada vez más y por momentos quisiera resignarme y dejar que la orina salga, sin importar que moje mis pantalones y el cojín del carro. Como cuando era niño y me dejaba orinar en la madrugada, a sabiendas de que al día siguiente me regañarían, pero la sensación del líquido caliente era agradable y me daba pánico levantarme en penumbras. Al fin y al cabo voy directo a mi casa, el cojín se lava un poco, se le echa algo de loción y listo. Pero no. En menos de diez minutos llego. Me acomodo en el asiento, miro por el espejo retrovisor y calculo la velocidad de los carros que me siguen, sería difícil detenerme en una avenida como éstas. ¡Pero qué está haciendo ese tipo!
Yo iba a 90 kilómetros por hora, lo sé porque acababa de mirar el velocímetro, me gusta siempre revisar los controles en el tablero. Usted sabe: gasolina, aceite, tacómetro, velocímetro. No, no trato de dilatar nada, sólo quiero que se forme una idea de cómo manejo. El dedo gordo del pie izquierdo aún me dolía, pero el acelerador y el freno se pisan con el derecho. Sudaba. Sin embargo, no había perdido los reflejos. Las luces estaban bien, sólo que el tipo saltó de pronto, el que calculó mal la distancia fue él, creyó que alcanzaba a pasar. Es más, mientras mi pie derecho soltaba el acelerador y pisaba lo más duro posible el freno, con la mano izquierda presioné, también lo más fuerte posible, la palanca del pito. No dejé de pitar hasta después de que el carro paró del todo. Estiré el brazo derecho como si así hubiera podido alargar un poquito más la distancia que me separaba del fulano. Los ojos no se los miré, por fortuna. Vi el pelo despeinado, la oreja y el brazo derecho y después el zapato izquierdo que saltó y se posó, suave, despacioso, pausado, con calma y hasta con pereza, en el capot de mi carro. El zapato izquierdo, ¿entiende? Y a mí me dolía el dedo gordo del pie izquierdo y no me podía quitar el zapato porque estaba manejando. No aguantaba más.
Los otros carros pararon y no sé de dónde apareció un médico que brincó sobre el tipo y le cogió el brazo para medirle el pulso. Me miró a los ojos. Yo todavía estaba sentado en el carro, con la mano izquierda presionando la palanca del pito y el brazo derecho estirado sobre el timón. El pie derecho sobre el pedal del freno y el pie izquierdo sobre el pedal del embrague. Solté el timón, halé la palanca del freno de emergencia, solté el cambio —la quinta, ya a esa velocidad entra bien la quinta—, solté el embrague y sacudí el pie izquierdo a ver si se me quitaba aunque fuera un poquito el dolor en el dedo gordo. Me iba a orinar y la música seguía sonando a un volumen que se iba subiendo solo a medida que llegaban más y más curiosos, hasta que alguno me sugirió que apagara el radio. No lo hice.
Me puse la chaqueta y la bufanda que llevaba en el asiento vacío del lado, y me bajé. No creo que haya sido una falta de respeto, una burla con el tipo al que el médico le acababa de cerrar los ojos. Eso no prueba nada, señor juez. Sólo me bajé del carro, caminé rapidito hasta la parte de atrás, busqué la llanta y traté de taparme lo mejor posible para que no me vieran cuando orinaba. El asfalto estaba seco, lo sé porque me di perfecta cuenta cuando el charquito amarillo comenzó a ampliarse, a formar un diminuto caudal que se desplazó hacia adelante del carro y se fundió con el charco de sangre. Me gritaron pero yo no podía detenerme, sólo sentía un escalofrío que me recorría todo el cuerpo y llegaba al dedo gordo del pie izquierdo, que me dejó de doler.

Chía, 25 de noviembre de 1996
2º puesto Concurso de Cuento Breve Municipio de Samaná, Caldas, 1997.

Comentarios

bosque de pinos dijo…
javi: tiempos sin saber de vos y te encuentro por ahí en un paseo virtual, casualidades.

que bueno leerte, que bueno... siempre es gratificante encontrar cosas que valen la pena, cosas que sorprenden.

saludos desde mi medallo.


fer
Srta. Kafetina dijo…
Pues yo llegué aqui a través de Fer y me encontré con un cuento excelente.. que me dieron ganas de orinar!!

saludos!
Anónimo dijo…
Prueba absoluta.
El cuerpo decide y nosotros hacemos cuando el quiere y si se le da la gana.

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