javiercorreacorrea

Escritor, ensayista, comunicador social – periodista, docente universitario, nacido en Barranquilla (Colombia) en 1959. Primer finalista en el Concurso Nacional de Novela del Instituto Distrital de Cultura de Bogotá, con La mujer de los condenados (2001). Ganador del Concurso de Novela Corta del Taller de Escritores de la Universidad Central, con Si las paredes hablaran (2006). Autor de más de 50 cuentos cortos, algunos ganadores de premios nacionales.

13 agosto 2018

¡Qué aburrimiento!

Llegar a la oficina y confirmar que no han devuelto el disco duro del computador. No tener un libro a la mano. Tener, eso sí, una gripa espantosa -como todas- y muy poco ánimo.
Estoy en la universidad. Acabo de terminar clase vespertina y dentro de hora y media empieza la sesión con otro grupo. El tiempo pasa lento. Demasiado. Al punto que prefiero no mirar el reloj que me hace coquitos desde la muñeca de mi brazo izquierdo, que soporta con dejadez mi cabeza. Es la mano derecha la que dibuja irreconocibles figuras que deben ser letras y palabras, pero ni siquiera ahora mismo podría traducirlas. A lo mejor es lo mejor, porque de pronto se trata de galimatías escritos al azar, sin orden, sin secuencia, sin lógica.
Pero en algo debo ocupar este tiempo, pues de lo contrario sería más aburrido. Lo más probable es que cuando esté aliviado relea estas notas garabateadas sobre un cuaderno del Comité Internacional de la Cruz Roja que me regalaron hace como año y medio, y no había abierto. No es una figura retórica, me hago la aclaración a mí mismo y les advierto a los muy poco probables y desocupados lectores. De pronto alguien tan desocupado como yo, alguien tan aburrido como yo.
Igual, voy a seguir cubriendo renglones trazados con tenue tinta gris sobre papel blanco. También las líneas son monótonas y estrechas. Un total de treinta y dos en cada página. Ni yo mismo creo que voy ya en el renglón treinta y cinco. Eso me da ánimos. "Tú puedes", me digo. Y avanzo. Al ritmo del aburrimiento mismo.
Me acabo de poner como meta el seguir escribiendo hasta que sea la hora de irme al salón donde los estudiantes se habrán de alegrar de que yo esté enfermo y, por lo tanto, la clase terminará más temprano. Igual, ya el sol está recostado en el horizonte, las pocas y tenues sombras se alargan, y dentro de poco el cielo estará oscuro. Dudo de que alguien se fije en eso. La mayoría de las personas se dan cuenta de que ya es de noche cuando deben prender el bombillo en el techo o la lámpara. Y más tardecito, porque les da hambre. Y a la camita, como decía en televisión un muñeco de peluche, animado sobre un fondo oscuro, para que no se notaran las manos enguantadas de quien lo manipulaba. De eso hace muchos años y supongo que alguna vez lo vi en blanco y negro cuando estaba -yo- enfermo y mi mamá me daba aguapanela caliente con limón. Me ponía a sudar como un trabajador en un cañaduzal a las doce del día en el Valle del Cauca. Debe ser que vi ese programa en Cali porque allá fue mi crianza, antes de venir a vivir a Bogotá, donde todavía insisto en andar medio desabrigado. ¡Y tome! Por eso me dio gripa. Lo intuí pero me las di de adolescente que todo lo resiste.
El tiempo ha transcurrido, qué maravilla. Ya no miro por la ventana, sino que reviso el reloj en la mano izquierda. Completo mi indumentaria para irme al salón de clases y dejo estas líneas abiertas por si algún día me da por revisarlas. O por si alguien con más aburrimiento que yo decide empezar y terminar de leerlas.