Por
Javier Correa Correa
Eran
las once y cincuenta y mi padre me llevaba de la mano. Caminábamos de prisa, no
porque él temiera que no alcanzáramos a llegar a la Misa de Gallo, sino porque
pensaba que ya no encontraríamos una banca disponible para nosotros en la
Iglesia del colegio Berchmans. En especial para mí, que llevaba veinte minutos
llorando y, de seguir haciéndolo, habría sido un drama para todos. Y no solo
para mí.
Harold,
qué nombre tan feo. Y peor aún era Haritol, como yo lo llamaba. Tenía los
mismos siete años míos, las mismas ganas de vivir alegre y despreocupado, la
misma forma de mirar preguntando por todo.
El día
se nos había ido jugando, desde la primera hora, a perseguir lagartijas en el
borde de la colina al frente de las casas, a las canicas o al fútbol en la calle
levemente inclinada, por lo que a cada gol cambiábamos de cancha para que
ninguno tuviera ventaja. Terminábamos empatados siempre, claro, pero algunas
ocasiones eran la mamá de él o la mía las que daban por concluido el partido y
así cerrábamos el marcador. Otras veces era el aburrimiento, pero nunca lo fue
el cansancio. Ese día, recogió el balón bajo el brazo izquierdo, encorvado en
forma de jarro. Nos sonreímos y cada cual pegó para su casa, separadas una de
la otra por unos treinta o cuarenta metros, hoy calculo la distancia, porque en
esa época no teníamos problemas ni de métrica ni de otros asuntos que acongojan
a los adultos. Quedamos de encontrarnos en un rato, tampoco teníamos relojes y
las citas se concertaban por pura amistad.
El
obligado tema vespertino eran las listas de regalos elaboradas durante varias
semanas, tras garantizar que nos habíamos portado bien el resto del año. El
ejercicio de la contrición nos obligaba a suprimir algunos de esos premios, los
más ambiciosos, pero de todas formas los renglones se sucedían uno tras otro,
casi interminables, hasta que la hoja se acababa, sin más espacio que el
reverso, donde los carritos, las camisas, los zapatos, los colores, los
balones, los cómics, los aviones de plástico se alternaban sin disputarse el
lugar, porque, al fin y al cabo, al final quedaba espacio para estampar la
firma irregular, seguida por un punto grandote, para que no hubiera dudas de
que eso era todo.
Las
listas, la suya y la mía, habían sido reescritas varias veces, ya las mamás
sabían y contaban con suficientes hojas de repuesto. Por si acaso. Un año
antes, mi mamá me había ayudado a copiar las cinco versiones corregidas y
aumentadas de la carta, que era precisamente uno de los motivos para aprender a
escribir, pues no era ella la destinataria y al enterarse de mis dictados se
perdía la sorpresa, aunque, obviamente, yo contaba con su prudencia y
discreción. Nadie, más que ella, se podía enterar del contenido. Ni siquiera mi
papá.
Ese
año, incluso, me preguntó si necesitaba de nuevo de su colaboración, pero le
respondí que no. No podía ser orgulloso, eso me habría obligado a quitar otro
juguete de la lista, así que simulé humildad. Recuerdo que sonrió y se fue
caminando bonito rumbo a la sala, se asomó a la ventana, detenida en el espacio
entre los vidrios siempre limpios y las cortinas livianas. Me miró de reojo,
como insistiéndome en que contara con ella.
-Ya la
estoy escribiendo yo –le expliqué.
Le leía
cada nueva versión, que aprobaba sin corregir la ortografía o la puntuación, eso
tampoco era para mí un problema en ese entonces.
Cuando
decidí que era la última carta, la releí para mí varias veces y monté guardia
durante una eternidad. En el momento en que estuve completamente seguro de que
nadie me veía, con precaución separé de la pared la parte inferior del cuadro
del Sagrado Corazón de Jesús que colgaba en una pared del pasillo principal,
entre el comedor y las alcobas. El papelito, doblado en ocho partes, cabía
perfecto y no ofrecía riesgo de deslizarse y que alguien lo encontrara. Me
senté por ahí cerca, a jugar con disimulo hasta tener la certeza de que nadie
lo vería. Eso fue cinco días antes de la Misa de Gallo.
Tuve
plena seguridad de que era un tesoro escondido que nadie podría hallar. Me
asomé a la ventana y le hice señas a Haritol de que me esperara otro momentico.
Busqué otra vez la complicidad de mi mamá y le conté dónde había escondido la
carta, después de hacerle prometerme que la cuidaría hasta que el destinatario
la recogiera sin que nadie se percatara. Sonrió de nuevo.
Al
regresar, me acompañó a revisar que la carta todavía estuviera en el
improvisado buzón. Ni tan improvisado, porque un año antes ella misma me había
sugerido ese sitio y me había acompañado, más para asegurarse de que el cuadro
no cayera encima de mí y rompiera todavía más el corazón en llamas de ese tipo
bondadoso que cuidaba la casa. Tardé mucho tiempo en entender cómo se moría
primero, en el tercer o cuarto mes, y nacía apenas ocho días antes de que el
año terminara. El enigmático espacio entre la muerte y la vida.
A la
mañana siguiente, la carta había desaparecido. Corrí a contarle a mi mamá y a
mi papá primero, y a Haritol después, un poco frustrado, eso sí, porque se me
había ocurrido pedir algo más y ya no era posible incluirlo.
La
tarde previa a la Misa de Gallo, repito, estuvimos jugando bajo un sol que ni
siquiera sentíamos. Cruzábamos la calzada sin precaución, nos reíamos sin
recato. Yo veía a veces a mi hermano jugando también con sus amigos. Haritol no
tenía hermanos. Con cautela, como todos los días, espiamos a las dos pelirrojas
que pasaban rapidito por el andén del frente, seguras de que las veíamos. Ambas
tenían pecas en los cachetes dulces que enmarcaban las sonrisas entre picaronas
e inocentes de sus ocho y nueve años de edad.
El sol
se fue apagando y la ansiedad crecía a medida que la luz amarilla era
reemplazada por la timidez de la luna y por los bombillos de los postes en
fila.
Las
mamás coincidieron en el llamado a pasar a la mesa y como había que demostrar
una vez más obediencia como prueba indudable de buen comportamiento,
renunciamos al juego y cada uno salió corriendo para su casa. El partido de
fútbol estaba empatado en ese momento, no hubo posibilidad de líos. Faltaba un
montón de tiempo para ir a la misa de la media noche y la ansiedad aumentaba
con cada saltico del segundero en el reloj de pared, diagonal al cuadro del
Sagrado Corazón.
Tuve
permiso de salir otra vez, a embolatar la espera entre las sombras proyectadas
de un poste a otro y, de pronto, vi a un caballero de mi estatura, ataviado con
una armadura de plástico gris que se movía con torpeza al ritmo de Haritol,
quien ocultaba su brazo izquierdo –el mismo que acostumbraba a proteger el
balón– tras un escudo redondo, al frente del cual pude detallar un blasón con
los emblemas en forma de castillo sobre el que un casco con penachos desafiaba
los bordes y pretendía salir a la noche caleña. En su mano derecha, Haritol
ensayaba a dominar la amenazadora espada del mismo plástico horrible de la
armadura y del escudo y de la funda que pendía de su cintura. Yo sabía que él
había incluido ese regalo en su carta. Sonreí con tristeza y le di la espalda,
en un gesto que él no entendió, y a lo mejor hoy, en esta misma hora, escribe
una insulsa anécdota de su vida sobre la noche en la que perdió a su amigo, que
se refugió en las faldas de la mamá. Ella me explicó que el Niño Dios no
siempre repartía los regalos en orden sino que se saltaba algunas casas a
propósito, pero que debía tranquilizarme, pues estaba segura de que cuando
volviera de la Misa de Gallo ya encontraría yo los regalos debajo de la
almohada, debajo de las cobijas, debajo de la cama. Mientras yo iba a la
iglesia sin bancas vacías, ella permanecería en casa, preparando lo que había
pendiente de la cena de Navidad, sin percatarse de cuándo llegarían mis
regalos, impulsados tal vez por un viento suave.
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