javiercorreacorrea

Escritor, ensayista, comunicador social – periodista, docente universitario, nacido en Barranquilla (Colombia) en 1959. Primer finalista en el Concurso Nacional de Novela del Instituto Distrital de Cultura de Bogotá, con La mujer de los condenados (2001). Ganador del Concurso de Novela Corta del Taller de Escritores de la Universidad Central, con Si las paredes hablaran (2006). Autor de más de 50 cuentos cortos, algunos ganadores de premios nacionales.

22 septiembre 2017

Chernóbil, tres décadas o mil años después…

Por Javier Correa Correa

“El 26 de abril de 1986, a la 1 h 23’ 58”, una serie de explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica (CEA) de Chernóbil, situada cerca de la frontera bielorrusa. La catástrofe de Chernóbil se convirtió en el desastre tecnológico más grave del siglo XX”. Así empieza Svetlana Alexiévich, la periodista ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2015, su dolorosa crónica sobre la tragedia que les costó la vida a más de 200 mil personas en las zonas aledañas y a otras 200 mil en el resto del mundo.
Es el balance en 30 años, lapso transcurrido desde ese terrorífico momento, aunque las consecuencias se sentirán durante siglos y tal vez miles de años, debido a la concentración de radioactividad que se desplazó por Asia, África y Europa.
Algo así como la explosión, el 11 de marzo de 2011, de otro reactor en Fukushima, Japón, comparado por su magnitud al de Chernóbil, aunque el número de víctimas directas es insignificante, según los defensores de esta forma de producir energía. Esta segunda vez, la nube radiactiva llegó hasta América y Asia.
Un soldado que envió el gobierno de la Unión Soviética para “controlar” la situación en Chernóbil le contó a Svetlana Alexiévich su llegada al lugar de la tragedia: “…durante el viaje, ¿sabe usted lo que yo veía? En los arcenes de la carretera… Bajo los rayos del sol… Un finísimo brillo. Brillaba algo cristalino”. Se trataba de la radiación, que invadió el aire, la vegetación, la tierra y el subsuelo, pues hasta los topos murieron y las lombrices desaparecieron. Las frutas, el ganado, la ropa resultaron con altos grados de contaminación. Otro soldado narró que al regresar a casa “Me quité todo aquello, la ropa que llevaba, y la tiré a la basura. Pero la gorra se la regalé a mi hijo pequeño. Tanto me la pidió que… No se la quitaba para nada. Al cabo de dos años, el diagnóstico fue tumor en el cerebro”.
Diversos estudios de organizaciones no gubernamentales e incluso de gobiernos han mostrado que no es posible aún medir las consecuencias para las personas y el medioambiente a raíz de la capa radiactiva que seguirá miles de años esparciéndose por el mundo entero.
Sin embargo, la Organización Internacional de Energía Atómica, OIEA, “ha tratado de subestimar los impactos sobre la salud humana causados por la catástrofe de Chernóbil. Greenpeace considera lamentable que el afán del OIEA por beneficiar a la industria nuclear se haga a costa del sufrimiento de millones de personas afectadas por la radiactividad de Chernóbil”, dijo Juan López de Uralde, de Greenpeace en España.
El asunto es que, 30 años después, en el mundo hay 435 reactores nucleares, 6 de ellos en América Latina (Argentina, Brasil y México). Y en junio de 2014, Ernesto Villarreal, profesor de la Universidad del Rosario, en Bogotá, planteó que Colombia debería prepararse para la generación de energía a partir de reactores nucleares. Es posible que otros desquiciados estén tratando de revivir esa propuesta a raíz del fenómeno de El Niño y las posibilidades, aún latentes, de racionamiento energético en nuestro país, como ya se produjo en Venezuela.
Para contrarrestar esa locura, es fácil revisar los accidentes nucleares ocurridos en varias partes y leer el libro “Voces de Chernóbil”, de Svetlana Alexiévich, quien entrevistó a centenares de sobrevivientes o a familiares de quienes perdieron la vida en el lugar y en otras partes, fruto de la radiación que se expandió pese a que fue construida una fortaleza con el nombre de “sarcófago”, para cubrir lo que quedaba de la planta atómica. El problema es que fue una medida provisional, que duraría entre 20 o 30 años… que ya pasaron.
Alexiévich escribe que “con quien resultaba más interesante hablar no era con los científicos, los funcionarios o los militares de muchas estrellas, sino con los viejos campesinos. Gente que vivía sin Tolstoi, sin Dostoyevski, sin internet, pero cuya conciencia, de algún modo, había dado cabida a un nuevo escenario del mundo. Y su conciencia no se destruyó”.
Explica que el libro “no se trata sobre Chernóbil, sino sobre el mundo de Chernóbil. Sobre el suceso mismo se han escrito ya miles de páginas y se han sacado centenares de miles de metros de película. Yo, en cambio, me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo”.
Uno de los campesinos entrevistados dice que “Los que vivan en las ciudades todos sucumbirán, y en las aldeas quedará una sola persona. Y el hombre se alegrará de ver la huella de otro hombre. No a otro hombre, sino su huella”.
Apocalíptico, sin duda. Como apocalípticos fueron Chernóbil y Fukushima, con sus explosiones y los centenares de miles de muertos y afectados por la radiación. Que sigue en el aire y en las aguas de los mares, de donde los barcos sacan pescados que también tienen altos grados de contaminación y nos envenenan.


Lo curioso es que Svetlana Alexiévich es optimista. Tiene una cara dulce y amable, unos ojos que irradian no radiactividad sino esperanza, unas palabras que recuerdan el horror, no para solazarse con él sino para que no se repita. Para recordarnos, alertarnos, decirnos que todavía puede haber futuro, que dentro de mil años un hombre podrá encontrar no la huella de otro hombre, sino a otro hombre… 

Etiquetas: , ,