javiercorreacorrea

Escritor, ensayista, comunicador social – periodista, docente universitario, nacido en Barranquilla (Colombia) en 1959. Primer finalista en el Concurso Nacional de Novela del Instituto Distrital de Cultura de Bogotá, con La mujer de los condenados (2001). Ganador del Concurso de Novela Corta del Taller de Escritores de la Universidad Central, con Si las paredes hablaran (2006). Autor de más de 50 cuentos cortos, algunos ganadores de premios nacionales.

28 julio 2019

La base: sueño de libertad


Prólogo que tuve el honor de hacer a la edición colombiana del libro La base, de Peter Cárdenas Schulte

“Pasan los días, indefectible y penosamente, pareciera que el mundo se ha detenido y nada sucediera. El cautivo se va introduciendo dentro de sí mismo, aislado del entorno exterior surge una tendencia al ensimismamiento”.
Peter Cárdenas Schulte


Hace unos pocos años, mi hijo Pablo emprendió un viaje por América del Sur en búsqueda de los miles de desaparecidos. Los encontró, a uno, a todos, en la costa boliviana del lago Titicaca, cuando una mujer argentina lo miró varias veces hasta que ella se le acercó. Hablaron un rato, se hicieron amigos, Pablo siguió su viaje a Buenos Aires y al regresar a Colombia concluyó su trabajo de animación de un video, bajo el título de Muerte privada.
Hoy, en Bogotá, empiezo a leer el segundo libro de este año sobre los presos políticos en esta parte del continente. El primero fue la historia de Hipólito, el amigo que resistió las torturas en la Brigada de Institutos Militares de Bogotá, por allá en los años ochenta, durante el régimen de Julio César Turbay. Ahora me convoca La base, de Peter Cárdenas Schulte, a quien apenas voy a conocer. Hipólito y Peter sobrevivieron a las celdas y a la guerra y al horror, y escribieron sus testimonios para que la historia deje de ser privada y la conozcamos todos.
Abro el libro, entonces. No sé cuántas páginas después –la primera edición del autor no tiene folios y es tal vez mejor así– retomaré estas líneas introductorias, cuando espero haber tejido lazos de amistad con Peter Cárdenas Schulte. Porque las letras posibilitan las relaciones entre autor y lectores, y cuando hay comunión de ideas se pueden tejer amistades. Los textos y los tejidos tienen la misma etimología griega, así que dejemos que sea Peter Cárdenas Schulte quien trace el camino, desde el cercano Perú.
***
La primera revolución moderna que triunfó en América fue la de Cuba, en 1959, y veinte años después el Frente Sandinista de Liberación Nacional –FSLN– logró derrotar el sanguinario régimen de la dinastía de los Somoza, en una pequeña república bananera, como la concebían quienes se declaraban amos y señores, desde más al norte del continente. Otros pueblos pretendieron seguir la senda de los barbudos de la Sierra Maestra, y de Estelí, Managua, Jinotega y más ciudades y pueblos heroicos.
Colombia, Venezuela, Ecuador, Bolivia (con una revolución irradiada por el mismísimo Che Guevara), Brasil, Uruguay, Argentina, Chile… emprendieron la lucha, o continuaron la que habían iniciado décadas atrás otros soñadores, como Julio César Sandino en Nicaragua, Eloy Alfaro en Ecuador y Guadalupe Salcedo en Colombia.
Perú, con Tupac Amaru como precursor ante la invasión de hace cinco siglos y con Juan Carlos Mariátegui como ideólogo, no podía –ni quería– ser la excepción de lucha latinoamericana. Eso nos recuerda Peter Cárdenas Schulte en este libro, escrito con dolor durante los lustros de lucha en los que sufrió tortura física y sicológica en varias celdas, que bien podrían haber sido descritas por Miguel de Cervantes Saavedra, quien estuvo preso después de la batalla de Lepanto, en épocas del imperio turco-otomano. Hay quienes afirman que perdió el brazo izquierdo, pero otros dicen que en realidad le quedó inutilizado. Pero esa es otra historia, más antigua. La de ahora, la historia que debe ser recordada, es la de los años que unen los siglos XX y XXI, en la hermosa y altiva tierra de los incas.
Las izquierdas de América Latina nunca entendieron aquel viejo refrán de que siendo divididas serían vencidas. O inutilizadas, como la izquierda del pobre Cervantes Saavedra. La derecha –una sola– ha tenido claro lo mismo, desde el otro lado de la moneda: divide y reinarás. Leninistas, stalinistas, trotskistas, maoístas, guevaristas foquistas, obreristas, campesinistas, nacionalistas, indigenistas –para qué prolongar la lastimera lista– se han trenzado, y todavía lo hacen, en luchas intestinas que impidieron hacer la revolución. O ganar la guerra, como herramienta para hacerla. Para qué mencionar los muchos grupos guerrilleros que ha habido en Colombia, de los cuales uno sigue involucrado en la lucha armada, aunque trata de que el gobierno de turno acepte sentarse a dialogar. Varios han sido los intentos de diálogos nacionales y continentales y demasiadas las ocasiones en las cuales las voces han sido acalladas con las explosiones de los disparos, las granadas, las bombas…
Perú no ha sido la excepción, porque si algo nos une es la tragedia y en la guerra la tragedia se cuenta en muertos, heridos, desplazados, torturados, encarcelados, asilados, muertas, heridas, desplazadas, torturadas, encarceladas, asiladas… en eso tampoco hay discriminación. No han sido muchas guerras a lo largo y ancho del continente, sino una sola, en la que las víctimas las ponemos los del sur y las armas las ponen los del norte. Tampoco ha habido oriente y occidente. Esa es la falacia con la que nos engañaron durante décadas y que asumimos con ceguera. Hablar de oligarquía y de proletariado suena anacrónico, pero tiene plena vigencia, pues la explotación de la mayoría de las personas por parte de unas pocas es la constante y contra eso muchos nos rebelamos. Sigue siendo aquello que se conoce como las causas objetivas de la lucha, que no han desaparecido. Lo que desapareció fue el proyecto de la lucha armada como forma de hacer la revolución, meta que convocó a varias generaciones que se comprometieron con todas las ideas, con toda la convicción, con toda la energía, con todas las ideas. Y los de esas generaciones nos metimos con toda la convicción, seguros de que íbamos a ganar. Y si caíamos en el camino, alguien recogería el fusil, la bandera, continuaría la lucha. Muy mesiánico, es verdad, pero no importaba. Lo único era ganar para construir un mundo mejor. No se pudo. O no se ha podido. Ahora la lucha es sin armas, desde la civilidad, con el mismo mundo por construir, tal vez con mayor dificultad que antes, porque el mundo hoy está más podrido y los que se proclaman ganadores también están más podridos.
No es el mundo en el que nos tocó vivir, es el mundo que debemos cambiar.
Peter Cárdenas Schulte es otro de esos soñadores que creyó posible cambiar el mundo, empezando por el Perú, a veces siguiendo modelos importados, en otras ocasiones inventando su propio país, con un grupo de cumpas que reivindicó el nombre de Tupac Amaru. Ahora era el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru –MRTA–, que creció  y logró reconocimiento en el mundo entero, por su compromiso, por su lucha, amparada también en aquello de que los proletarios del mundo deben unirse para vencer. Pero no. De lado del MRTA estaba Sendero Luminoso –SL–, uno de los más radicales grupos que ha existido en el continente. Cada uno por su lado, incluso en la cárcel.
Porque fue precisamente en la cárcel, La base, un pabellón de máxima seguridad en una guarnición militar, donde se encontraron los máximos comandantes del MRTA y de SL, separados por muros de hormigón y separados, también, por el silencio obligado al que eran sometidos. Años enteros llenos de silencios apenas rotos por gritos de angustia, en compartidas sentencias a cadena perpetua. La venganza de la derecha, la venganza perpetua.
Algunos afectos lograron ser tejidos pero otros se rompieron, los proyectos quedaron inconclusos… todavía. Y lo que en un principio fue lucha por la reivindicación del ser humano, se tornó en lucha por la reivindicación de algunos derechos legales, a las visitas de familiares, a la posibilidad de hablar, a ingerir alimentos dignos, a exámenes médicos, que fueron exigidos pese a los castigos y al aislamiento. La huelga de hambre, por ejemplo, fue una forma asumida por todos los ocupantes de La base naval del Callao, y pareciera ser un tétrico juego de palabras eso de callar, de silenciar, de ahogar, de incomunicar, de deshumanizar. Había dos opciones: o ceder y dejarse cooptar, o resistir. Y la huelga de hambre era una forma de resistencia. Vencer o morir era una consigna que se gritaba en toda la América y en La base era una forma de fugarse. El cuerpo podía permanecer allí, humillado, pero la dignidad se abría paso frente a quienes no la conocían, a quienes conociéndola la ignoraban. La lucha fue, entonces con la dignidad y por la dignificación.
Por los derechos de cada combatiente –ya no en armas– que estaba allí, hombres y mujeres, y por quienes todavía permanecen recluidos, no se sabe en qué condiciones ni hasta cuándo. Pero allá siguen.
Quien logró salir fue Peter Cárdenas Schulte, por eso de las fallas procedimentales en su captura y juicio. Hoy camina por las calles de Lima y de América del Sur, como camina este libro, con la palabra como única arma.
Atrás quedaron muchos soñadores, en calles o en campos de batalla, en celdas o en tumbas anónimas –son tal vez lo mismo–, en un testimonio de que el compromiso es total. Y en la demostración de que nadie gana ninguna guerra, que aunque se derrote al enemigo el costo es impagable. Entender esto, escribir libros como el de Hipólito en Colombia y el de Peter Cárdenas Schulte en el Perú, es entender que la historia se puede reescribir, que no hubo vidas ni tiempos perdidos, sino semillas que han de brotar. El futuro es hoy, fuera de La base, para que, en el nuevo futuro, el de mañana, ningún hijo camine por América tras el rastro de los desaparecidos.

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